La palabra educación ha sufrido a lo largo del último medio siglo, año más, año menos, un progresivo desplazamiento semántico del ámbito familiar, que le era propio, al escolar. En paralelo, lo que era característico de la escuela, la enseñanza, entendida como la entendía Rafael Sánchez Ferlosio –o sea, como el proceso de adaptación de los estudiantes “a las impersonales condiciones de los conocimientos” y no de los conocimientos “a las idiosincrasias o condiciones personales de los estudiantes”–, ha ido diluyéndose, cuando no desapareciendo, en los programas de las asignaturas, en beneficio de un sinfín de aderezos pedagógicos presuntamente formativos. Lo que los padres han desistido en buena medida de hacer por convicción, comodidad o imposibilidad, es decir, educar a sus hijos en casa, lo hace hoy en día la escuela mediante una labor de suplencia que está produciendo ya sus efectos. En los hijos, claro, pero también en los padres.
Los movimientos de renovación pedagógica que han girado como un calcetín la enseñanza pública de este país emulando en el procedimiento a sus homólogos del otro lado de los Pirineos –a quienes Jean-François Revel acusaba ya en 1988 de traicionar el oficio confundiendo la enseñanza con el adoctrinamiento– se han cebado en particular en el principio de jerarquía. El que se establecía entre profesores de secundaria y maestros atendiendo a la titulación acreditada; el que regía entre los propios estudiantes mediante las calificaciones numéricas o el requisito de aprobar para promocionar de curso, y, en fin, el que se daba en las relaciones en el aula entre el enseñante y sus alumnos, reflejado en los tratamientos utilizados –del usted al tú– y en el respeto en general. El igualitarismo, tan caro a la ideología izquierdista que subyace en estos movimientos, ha tendido a minar la autoridad de la figura del profesor, privada del reconocimiento y el prestigio que confiere ser depositario de un saber que los alumnos deben adquirir.
Pero ese vacío en el área de los contenidos ha sido rellenado con otros materiales. Aparte de los meramente pedagógicos, a los que ya he aludido, están los relacionados con el adoctrinamiento. Por supuesto, en aquellas partes de España donde gobierna el nacionalismo, con el adoctrinamiento de corte esencialista: fomento de la lengua, la cultura y la historia privativas y rechazo, tergiversación u olvido de cuanto nos une como españoles, empezando por la lengua. Los libros de texto al uso, en especial en secundaria y bachillerato, dan fe de ello. Y no digamos ya el entorno de tantos centros docentes, con sus actividades extraescolares debidamente escogidas y las movilizaciones emprendidas cada vez que desde instancias superiores, políticas o educativas, han tocado a rebato.
Con todo, existe una modalidad de adoctrinamiento a la que no se suele prestar tanta atención y que afecta a todos los ciudadanos por igual, residan donde residan del territorio. Me refiero a la que guarda relación con eso que llaman el desarrollo sostenible o, si lo prefieren, la Agenda 2030. Su proyección en el ámbito escolar desde la más tierna infancia y su posterior implementación a lo largo de las distintas etapas educativas va mucho más allá de las cuatro paredes del aula. El niño y el adolescente trasladan esas inquietudes, como es lógico, al ámbito familiar. Lo cual no tiene por qué ser malo. Que sus padres tengan acceso a dicha información mediante los medios de comunicación o las campañas promovidas por la Administración o que les llegue a través de aquello que los propios hijos han aprendido y asimilado en la escuela o el instituto debería ser, en principio, lo de menos. Pero no es así. Porque en el caso de los hijos los consejos y pautas en cuestiones de salud, de alimentación, de consumo, de energía o de medio ambiente tienen un cariz más imperativo en la medida en que se transmiten debidamente aliñados por la palabra del maestro. No es sólo una opinión lo que les trasladan; son casi unas tablas de la ley.
Ese sesgo, a la larga, no influye únicamente en la educación de los jóvenes. También en la de sus progenitores. Los padres, caso de discrepar, tenderán a buscar puntos de encuentro con sus vástagos. Al fin y al cabo, hay que convivir. Y, si es preciso, se dejarán convencer de que merece la pena hacer esto y dejar de hacer aquello por el bien y la salvaguarda del planeta, por más que abriguen serias dudas sobre su eficacia o incluso sobre la razón de ser de la medida. Ellos ya no educan a sus hijos como antes. Lo hace la escuela en su lugar. Y en casa son cada vez más los hijos quienes reeducan, para bien o para mal, a sus padres.