Se preguntaba aquí Antonio Caño este lunes por la sonrisa del presidente del Gobierno en su posado con los dirigentes de Bildu y, en concreto, con su portavoz en el Congreso, Mertxe Aizpurúa. Le parecía, con toda la razón, que ya que sus intereses particulares y de partido le habían llevado a reunirse con los herederos de ETA –la propia Aizpurúa fue condenada en 1984 por hacer apología de la banda terrorista–, lo mínimo que podía exigírsele era cierta contención, un gesto “serio y circunspecto”, dada la identidad de quien le acompañaba en la foto. Pero nada, ni por esas. La sonrisa de Pedro Sánchez era tan franca para su interlocutora como hiriente para cuantos españoles han defendido a lo largo de cerca de medio siglo el Estado de derecho y las libertades en él consagradas, y, en especial, para la memoria de quienes han sido víctimas, en un grado u otro, de la violencia de ETA.
En Salir de la noche (Libros del Asteroide, 2023) Mario Calabresi, hijo de un comisario de policía asesinado en Milán en 1972 por militantes de la organización de extrema izquierda Lotta Continua, narra lo que fueron aquellos años de plomo en Italia y, en particular, lo que fue para él y su familia, al tiempo que para otros familiares de víctimas del terrorismo, conllevar en lo sucesivo aquel duelo. “Hay que empezar por las víctimas –escribe–, por su memoria y por su necesidad de llegar a la verdad. ‘Hacerse cargo’ es la expresión clave. Hacerse cargo de las peticiones de justicia, de asistencia, de ayuda y de sensibilidad”. Y emplaza en dicha tarea no sólo a las instituciones y los políticos, sino también a los medios de comunicación y a la sociedad civil. Calabresi también reproduce en el libro, a modo de pauta moral y cívica, las palabras de 2007 de Giorgio Napolitano, entonces presidente de la República Italiana: “La legítima reintegración en la sociedad de los culpables de actos de terrorismo que hayan saldado sus deudas con la justicia debería traducirse en el reconocimiento explícito de la injustificable naturaleza criminal del ataque terrorista contra el Estado y sus representantes y servidores, y debería ir acompañada por conductas públicas inspiradas en la máxima discreción y mesura”.
Sobra añadir, creo, que para cualquier lector español de Salir de la noche resulta imposible eludir la asociación de lo narrado en el libro con lo que supuso en aquella misma época y hasta hace algo más de una década el terrorismo de ETA y con lo que siguen suponiendo hoy en día sus secuelas para sus víctimas, familiares y allegados. Unas secuelas que incluyen la impunidad con que sus herederos, encuadrados en EH Bildu, actúan en el País Vasco. Dejemos a un lado los múltiples ongietorri dispensados en los últimos años a los presos etarras tras salir de la cárcel y ciñámonos a lo más reciente. El pasado 6 de octubre, como sin duda conocen, la tumba de Fernando Buesa en el cementerio de Vitoria fue profanada con pintura y heces. Pues bien, el ultraje a la memoria del dirigente socialista alavés asesinado por la banda terrorista en 2000 junto a su escolta mereció una declaración institucional de condena suscrita por todos los grupos políticos representados actualmente en el Ayuntamiento de Vitoria, excepto Bildu. Esa negativa fue compensada en parte por el rechazo al atentado expresado por Arnaldo Otegi, pero evidenció a su vez que las juventudes de Bildu, tal y como advirtió Mikel Buesa al día siguiente en la Cope, campan a sus anchas y sin control alguno por el País Vasco, necesitadas como están de violencia.
Todo ello no constituiría mayor sorpresa –no es la primera vez que la tumba de Fernando Buesa es profanada, recordaba su hermano Mikel–, si no fuera por lo que significan la foto y la sonrisa a las que aludíamos al principio. Había transcurrido justo una semana desde el ultraje en el cementerio vitoriano a la memoria de un correligionario del presidente Sánchez, pero ello no le impidió posar con los herederos de los asesinos del dirigente vasco a fin de allanar un acuerdo de investidura que le garantice su permanencia en el poder. Y encima, sonriendo.