“El nuevo antisemitismo (…) adopta la apariencia de antisionismo de izquierda. (…). El antisionismo parte de una premisa explícita: el sionismo es una forma de racismo. Tal es el principio que adquirió consistencia dogmática en el sínodo progresista de Durban y que, con carácter de axioma, fundamenta la lógica persecutoria que, una vez probada en el laboratorio francés, se exporta a todos los rincones de Europa por medio de los movimientos antisistema. La ecuación sionismo = racismo, con todo, no es europea en origen, sino árabe. El hecho de que buena parte de la izquierda europea se la haya apropiado admite, por supuesto, una serie de explicaciones parciales: la obsesión de las vanguardias europeístas por desprenderse de un pasado nacionalista, imperialista y racista y la correlativa denegación de la singularidad del Holocausto; el antiamericanismo de las izquierdas europeas en general y de la derecha francesa en particular, que se proyecta fatalmente sobre Israel, o un tercermundismo estúpido traducido en autodenigración masoquista (…). Pero, más allá de estos factores, todos ellos alarmantes, la asimilación del antisionismo árabe constituye un índice inequívoco de la islamización de la izquierda occidental, huérfana de las distintas ideologías colectivistas emanadas del marxismo, y que encuentra ahora en el islam un trasunto vivo del ideal comunista.”
Estas palabras de Jon Juaristi, pertenecientes al arranque del prólogo que escribió para la versión española del ensayo de Alain Finkielkraut Au nom de l’autre (En el nombre del otro, Seix Barral, 2005), deberían bastar para entender la reacción de la izquierda española ante la bárbara razia perpetrada el pasado sábado por Hamás contra la población civil israelí. Es verdad que la respuesta no ha sido monocorde. No todas las fuerzas políticas de izquierda han reaccionado igual, no todos los dirigentes de cada una de ellas han coincidido entre sí, no todos han mantenido con el paso de las horas el mismo criterio. Así, por ceñirnos a los miembros del Ejecutivo, resulta llamativo el contraste entre, de una parte, la evasiva inicial del presidente Sánchez y las declaraciones del ministro Albares calificando sin ambages lo sucedido de “terrorismo” y, de otra, el mensaje de la vicepresidenta Díaz parapetándose tras la acostumbrada equidistancia de la “solidaridad con todas las víctimas”. Claro que, al tiempo, fuentes del propio Ministerio de Exteriores se han referido al “ataque de Gaza a Israel”, mediante una equiparación que confiere rango de Estado al territorio palestino controlado por Hamás y contribuye de paso a disolver, o como mínimo atenuar, el carácter terrorista de la acción. (También el diario El País ha recurrido en su edición digital a una fórmula semejante como epígrafe, “Guerra entre Israel y Gaza”, que deja entrever la misma igualación.)
Por supuesto, quien se sumerja en lo dicho y redicho en las últimas horas por insignes comunistas como Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero o Enrique Santiago podrá comprobar qué niveles de odio y abyección son capaces de alcanzar y propagar nuestros antisemitas particulares. (En el caso de la también comunista Yolanda Díaz su aparente contención se explica tan sólo por el cargo que ocupa, ni que sea en funciones, en el Ejecutivo presidido por Pedro Sánchez.) Sin olvidar, claro, a no pocos opinadores presuntamente expertos en la materia, que se afanan estos días por justificar en los medios de comunicación las acciones terroristas de Hamás como un acto de legítima defensa ante el supuesto “terrorismo de Estado” del Gobierno de Israel.
Todo ello confirma hasta qué punto sigue vigente lo que Juaristi denunciaba hace cerca de veinte años en su prólogo al libro de Finkielkraut. La islamización de la izquierda occidental, reencarnación, a través del antisionismo árabe, del viejo antisemitismo europeo, es uno más de los ismos que caracterizan a esa izquierda. Hay que poner, pues, el nuevo antisemitismo en el mismo saco identitario que el nacionalismo separatista, el activismo de género o el ecologismo radical. Como ocurre con las demás formas de identitarismo, no faltan las asociaciones, entidades sociales y oenegés dispuestas a abanderar su credo, disfrazado de humanitarismo antirracista, y a recibir de las administraciones públicas –gobernadas en general, aunque no siempre, por la izquierda y los nacionalismos– los recursos económicos necesarios para desarrollar su actividad.
En sus años de alcaldesa de Barcelona Ada Colau destacó en la labor de fomentar y acrecentar dicha política subvencionadora. No es de extrañar que la rematara, poco antes de perder el sillón, con la suspensión temporal de las relaciones institucionales del Ayuntamiento barcelonés con Israel, lo que suponía congelar también el hermanamiento del Consistorio con la institución homóloga de Tel Aviv. Se lo había pedido, adujo, un centenar de asociaciones y entidades de la ciudad en protesta por el “apartheid contra el pueblo palestino” y ella no podía negárselo. Tanto más cuanto las había amamantado ella misma y dependía de sus votos para revalidar la Alcaldía. Y aun así, mira por dónde, terminó quedándose sin ella.