El diario Abc elevó ayer a rango editorial el hecho de que el Rey hubiera realizado dos viajes oficiales consecutivos –Buenos Aires y Kuwait– sin que le acompañaran el presidente del Gobierno o algún ministro, como es, si no preceptivo, sí habitual, y lo contrapuso a la prestancia con que catorce de los segundos habían acudido un lunes por la mañana, en plena jornada laboral, al Círculo de Bellas Artes para asistir a la presentación del nuevo libro apócrifo de Pedro Sánchez. Según indicaba el propio medio, no era la primera vez que el Rey viajaba solo, pero había sido en ocasiones contadas y excepcionales e incluso con ejecutivos del PP. Ahora, en cambio, la sensación es distinta. Como los gobiernos de Sánchez tienen más colores que la cola de un pavo real macho, los acompañantes de Felipe VI suelen asignarse conforme a las simpatías que despierta el anfitrión. En plata: como Milei no despierta ninguna en el actual ejecutivo, más bien al contrario, la representación del Gobierno no fue más allá de la de secretario de Estado.
Esa falta de sentido institucional por parte de Pedro Sánchez y quienes le secundan, aun cuando ya se diera en anteriores legislaturas, se ha incrementado notablemente en la presente. La violencia ejercida contra al poder judicial y el uso partidista de la Fiscalía General del Estado; el ninguneo al que se somete al legislativo, reducido a simple correa de transmisión del ejecutivo, como muestran los nombramientos llevados a cabo en los servicios jurídicos del Congreso o las decisiones tomadas por la presidenta Armengol para amoldar la agenda de la Cámara a los intereses del Gobierno; el desprecio, en suma, por la separación de poderes no son en absoluto ajenos al trato dispensado al jefe del Estado. Al fin y al cabo, sus actos deben ser refrendados “por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes” (CE, art. 64), por lo que la ausencia del presidente o un ministro en un viaje oficial de Felipe VI y su sustitución por un secretario de Estado o un subsecretario –como en Kuwait–, no puede sino considerarse un desaire institucional a la Corona, símbolo, según la Constitución, de la unidad y permanencia del Estado.
¿Qué se propone Sánchez con este juego? ¿Se trata de una manifestación miserable de un autoproclamado “Yo, el Supremo”, por decirlo a la manera de Roa Bastos, incapaz de soportar que haya alguien en el Estado por encima de él? ¿Se trata de rebajar la figura del Rey, en este y otros campos, porque así lo exige el prófugo de quien depende para seguir en el poder y que no puede olvidar el papel de Felipe VI, con su discurso del 3 de octubre de 2017, en la gran movilización ciudadana del 8 siguiente que terminó de dar al traste con lo quedaba entonces del Procés? ¿Se trata, en fin, de ir laminando su autoridad para facilitar la remoción del Estado en la que está embarcado y cuyo último estadio puede ser la reforma de la Constitución? Las respuestas afirmativas a esas tres preguntas son perfectamente compatibles y, a mi entender, nada improbables.
El Rey, en consonancia con su papel de árbitro y moderador, no expresa su parecer con respecto a la actual situación política, pero lo deja traslucir. Su incomodidad es manifiesta: las imágenes de su encuentro con Francina Armengol cuando la presidenta del Congreso fue a anunciarle la investidura de Pedro Sánchez o aquellas en las que aparecía con este último en el acto de promesa del cargo componen un retablo que por sí solo debería bastar para que el presidente del Gobierno recondujera su relación. En contraste con los semblantes risueños de ambos políticos, el monarca mostraba un rostro serio y preocupado, algo inhabitual en él en circunstancias similares.
Sánchez ha convertido esta legislatura en un ejercicio de confrontación. De confrontación política y, pues, ciudadana. Su cruzada contra lo que él denomina las derechas, contra las instituciones que se niegan a doblar la cerviz ante sus designios, contra los propios principios del Estado de derecho, contra todo aquello y todo aquel, en definitiva, que suponga o pueda llegar a suponer un obstáculo, no han dejado al Rey al margen. Pero, si bien se mira, aquellos que no estamos dispuestos a comulgar con la ambición del personaje y sus consecuencias, no deberíamos lamentarnos de la suerte de nuestro Rey, sino felicitarnos de que, en ese tablero ideado por el fullero mayor, Felipe VI esté hoy día junto a nosotros. Porque al contrario de lo que pasa cuando las decisiones dependen de Sánchez y los suyos, el Rey de España no viaja solo.