Quienes nos frotamos cada mañana los ojos ante la realidad política española y nos preguntamos cómo es posible que esté pasando lo que está pasando siendo España un Estado de derecho plenamente integrado desde hace décadas en la Unión Europea, solemos atribuir cada vez más nuestras penurias a los pactos de la Transición. No, por supuesto, a la manera de aquel Podemos de Pablo Iglesias y su cantinela sobre “el régimen del 78”, sino insistiendo en la deslealtad de los nacionalismos y, sobre todo, en la connivencia de los dos grandes partidos nacionales –y, muy en particular, del socialista– con las crecientes e insostenibles exigencias de quienes no albergan otro propósito que la erosión permanente de las instituciones del Estado, empezando por la más alta.
La puntilla a esa degradación sostenida de nuestra democracia fueron sin duda los resultados de las últimas elecciones generales. La esperanza de una vivificante y reparadora alternancia en el poder quedó en nada, como han ido evidenciando desde entonces los movimientos de las distintas fuerzas políticas y las posibles alianzas entre unas y otras. Lo más probable, en suma, es que a partir de octubre tengamos más de lo mismo. O sea, más Pedro Sánchez, más conchabanzas gubernamentales –legales o no– con los separatismos peninsulares, más pisoteo de la división de poderes, más desigualdad entre los españoles; en una palabra, más aluminosis en nuestra casa común.
Pero sería un error ver en todo ello una suerte de mano negra encarnada en la figura abrasiva de Pedro Sánchez. Ni siquiera la de Rodríguez Zapatero como antecedente y cooperador necesario alcanza a explicar lo ocurrido. Para tratar de entenderlo hay que tener presentes dos factores. Ante todo, el relevo generacional. Los resultados del 23J son el reflejo de la voluntad de un cuerpo electoral radicalmente distinto del que hace cuarentaicinco años protagonizó la Transición –porque, aunque a menudo se olvida, fueron la inmensa mayoría de los españoles, no sólo sus representantes políticos, los principales protagonistas–. Un cuerpo electoral marcado a sangre y fuego por la guerra civil y el franquismo y, lo más importante, movido por el deseo, casi imperativo, de superar los enfrentamientos del pasado y abrir un tiempo nuevo de concordia bajo el marco de una Monarquía constitucional que fuera, esa sí, de todos. De ahí que el ejercicio nostálgico al que muchos españoles se entregan hoy día en relación con aquella época resulte para ellos indisociable de la sensación de haber sido víctimas de una estafa. Y es que cuarentaicinco años atrás, ni los nacionalismos disolventes –si exceptuamos el terror sembrado por ETA– habían mostrado aún su verdadero rostro, ni los dos grandes partidos nacionales su ceguera y sus flaquezas en su trato con ellos.
Pero esas nuevas generaciones crecidas en democracia y cuyos miembros han accedido ya a la condición de electores han sido formadas, en el ámbito público sobre todo, mediante un sistema educativo cuyo sesgo pedagogista y doctrinario ha ido barriendo poco a poco, casi sin retroceso alguno –todas las leyes efectivamente aplicadas, salvo en el par de años de pleno desarrollo de la Lomce, han llevado el marbete de la izquierda–, principios y valores como el esfuerzo, la exigencia, el mérito o la transmisión del conocimiento. En paralelo, la legislación ha favorecido cada vez más la cesión de competencias a las autonomías y el desistimiento de la Administración central en lo que legalmente le obliga. La Alta Inspección Educativa, pongamos por caso. La renuncia a recurrir a ella para frenar y revertir en las comunidades autónomas con lenguas cooficiales la vulneración del derecho a ser escolarizado en español o para sancionar tantos indicios de adoctrinamiento y abuso de autoridad en los centros docentes acaso sea el ejemplo más hiriente.
Por no hablar de esa prueba de selectividad bautizada y rebautizada con mil siglas distintas y cuyos contenidos y criterios de evaluación difieren de una autonomía a otra, con lo que se acaba premiando la mediocridad, castigando la excelencia y fomentando, en definitiva, la desigualdad entre los jóvenes. O de esos currículos que ni siquiera sirven para que nuestros bachilleres sepan, en muchas partes del territorio, cuál es la historia de su propio país. O de otros muchos aspectos de un modelo educativo profundamente regresivo que la izquierda española sigue vendiendo como la máxima expresión de la igualdad, el progreso y la modernidad.
No es de extrañar que décadas y más décadas de enseñanza pública regida por ese patrón hayan contribuido a producir en la sociedad española la aluminosis que ahora nos corroe. Ojalá cuando llegue el momento de ponerle remedio –más pronto o más tarde ese día llegará, no hay que perder la esperanza– no nos veamos forzados a echar abajo todo el edificio para levantar uno nuevo.