Entre los defensores de la amnistía que viene no todo son yolandas. Junto a quienes relativizan lo que representó en la historia de España la amnistía –la excepcionalidad del término se refleja precisamente en su uso antonomástico a lo largo de los últimos 45 años– añadiéndole, al modo de la vicepresidenta segunda del Gobierno, otras amnistías posibles, incluso alguna gestualmente entrecomillada; junto a estos están los broncos, los de la brocha gorda, los que no se andan con contemplaciones a la hora de denostarla. Y no me refiero a los que hablaban no hace tanto del “régimen del 78” –la propia Yolanda Díaz, sin ir más lejos, antes de su reencarnación ministerial, o los Pablo Iglesias, Irene Montero y Juan Carlos Monedero–, sino a personajes como Patxi López, actual portavoz –habrá que ver en qué lengua– del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso.
López participó el pasado sábado en Asturias en un acto en recuerdo de las víctimas del franquismo y afirmó, furibundo: “Estos furibundos contra la hipotética amnistía resulta que aplaudieron con las orejas la amnistía del 77, que perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Esperar algo de finura de Patxi López –esa némesis de Nicolás Redondo Terreros en el PSE-PSOE que abandonó la carrera de Ingeniería Industrial para dedicarse en cuerpo y alma a la de Fontanería Política, donde, a la vista está, se ha graduado con éxito– es esperar mucho. Pero, más allá de las formas, sus palabras suponen un vuelco radical en la postura del Partido Socialista. Ya no se trata de relativizar la amnistía, siguiendo los pasos de la líder de Sumar, sino de negarle cualquier valor. La amnistía de octubre de 1977, al igual que la ley de Reforma Política de diciembre de 1976 que posibilitó la celebración en junio de 1977 las primeras elecciones democráticas después de la dictadura y el inicio del proceso constituyente, es una pieza más, y no menor, del engranaje de la Transición. Sin amnistía no habría habido democracia en España. Era una condición sine qua non para empezar un tiempo nuevo, presidido por la voluntad de superar un pasado de enfrentamiento civil.
Pero no hay duda de que para López –siguiendo en esto la senda marcada por el presidente Sánchez y el expresidente Rodríguez Zapatero– ese tiempo y el espíritu que lo alumbró carecen ya de toda vigencia. Sus palabras del sábado lo evidencian. Afirmar que los “furibundos contra la hipotética amnistía (…) aplaudieron con las orejas la amnistía del 77” equivale a reconocer que aquella generación de políticos, entre los que destacaban los del propio PSOE de González y Guerra y del PCE de Carrillo, se comportó entonces de forma absolutamente irresponsable. Y es que la amnistía, a juicio del actual portavoz parlamentario socialista, “perdonó por igual a los defensores de la democracia que a los que la pisotearon”. Lo cual no deja de ser cierto. Otra cosa es dónde se ubicaban ideológicamente unos y otros. Probablemente en todas partes.
Pero ya se ve que la contraposición entre defensores y pisoteadores de la democracia formulada en un acto en memoria de las víctimas del franquismo escondía en realidad, en la contundente cabeza de López, una contraposición entre izquierda y derecha, entre buenos y malos, entre víctimas y verdugos, entre demócratas y antidemócratas. Un maniqueísmo nacido de la arraigada superioridad moral de que hace gala la izquierda, incapaz de reconocer sus propias maldades a la vez que las bondades del adversario político y para la que todo fin parece justificar los medios. Pero incluso en eso los tiempos han sufrido un revolcón considerable. Porque los hechos demuestran que, para López y quienes dirigen hoy el PSOE, no basta ya con ser o declararse de izquierda para formar parte del partido. También hay que rendir pleitesía al Caudillo. Y, si no, que se lo pregunten a Nicolás Redondo.