En su Itinerario de Napoleón de Fontainebleau a la isla de Elba el conde Friedrich Ludwig von Waldburg-Truchsess, al que se había encomendado, junto a otros altos representantes de las potencias aliadas, la custodia del emperador tras su abdicación en abril de 1814, narró las vicisitudes por las que este había pasado en su recorrido por las tierras de Francia camino del exilio. Según el noble prusiano, Napoleón estuvo en un tris de no llegar a embarcar en Fréjus rumbo a su confinamiento insular de tanta animadversión como su paso por pueblos y ciudades había despertado en sus conciudadanos. Claro que animadversión es poco. Lo que en verdad había era un odio furibundo, un incontenido afán de venganza. Y en ello destacaban, para sorpresa del propio narrador, las mujeres, que suplicaban a los escoltas que les fuera entregado el viajero, con el argumento de que se lo tenía bien merecido por los perjuicios que les había causado. (Sobra añadir, supongo, qué hubieran hecho esas mujeres con el otrora todopoderoso emperador de haber sido complacidas en sus deseos.)
Una sorpresa semejante, aunque en circunstancias bastante distintas a las del conde prusiano, le causó al periodista y novelista Wenceslao Fernández Flórez el descubrir que en el Madrid de los primeros meses de la guerra civil “la máxima crueldad perteneció (…) a las mujeres. Pedían sangre y sangre, con una sed insaciable. Peor aún del que asesinaba con sus manos eran las denunciantes, las que estimulaban a los asesinos, las que –con los hijos de la mano– corrían, al nacer el día, para ver los cadáveres de los fusilados en los lugares donde era costumbre que aparecieran…” Lo cuenta en El terror rojo, obra cuya primera edición, escrita en portugués, data de 1938 y que acaba de ser rescatada, una vez traducida al español, por Ediciones 98. En ella Fernández Flórez cuenta sus vivencias durante los 11 meses en que permaneció escondido en domicilios y embajadas, primero en Madrid y luego en Valencia, huyendo de la barbarie desatada en la España republicana a raíz del golpe de Estado del 18 de julio de 1936.
Como comprenderán, no pretendo en absoluto con esos ejemplos y con cuantos pudieran aportarse de un estilo parecido blanquear –como dicen ahora– la crueldad masculina. Esa “capacidad para el mal” que Fernández Flórez atribuye a las mujeres, los hombres la tenían y la tienen suficientemente acreditada a lo largo de la historia. Aquí lo relevante, lo que produce verdadero asombro en los autores de ambos relatos, es –permítaseme una licencia extemporánea– el me too femenino, la evidencia de que las mujeres no son esos seres angelicales de los que no se esperaría nada malo, sino que, al igual que los hombres, son capaces de las peores vilezas. Aún se oye de tarde en tarde, en boca de alguna sesentayochista más o menos reciclada, aquello de que “si las mujeres gobernasen, no habría guerras”. Y si ha dejado de oírse con tanta frecuencia como antes es justamente porque ahora gobiernan o cogobiernan –como ocurre, sin ir más lejos, en el caso de Nicaragua, donde la crueldad del presidente Daniel Ortega corre pareja con la de la “copresidenta” Rosario Murillo– y, a pesar de todo, mira por dónde, sigue habiendo guerras.
El otro día leía en Le Figaro que en la precampaña para las presidenciales francesas del próximo mes de abril se ha incrustado ya la ideología woke, cuyos practicantes se arrogan la presunta defensa de las minorías mediante la denuncia acérrima de cuantas desigualdades raciales y de lo que entienden por género creen entrever nada más levantarse de la cama. No hace falta decir que esa incrustación ideológica se da sobre todo en las filas de la izquierda, y en particular, en las huestes de La France Insoumise, ese espejo francés de Podemos que tiene en Jean-Luc Mélenchon su principal referente político. Pero va más allá. Y no sólo en la izquierda. El partido del presidente Macron y el propio Macron, tan liberales, no parecen inmunizados contra esos cantos de sirena supuestamente igualitarios surgidos de los claustros universitarios estadounidenses y que amenazan con devenir una auténtica pandemia.
Como bien saben, nuestro actual Ministerio de Igualdad, ese al que no le duelen prendas a la hora de duplicar en las cuentas públicas el gasto en personal, se caracteriza por haber hecho de la ideología woke un programa de gobierno. O, si lo prefieren, por haber convertido a la mujer en una víctima, en un ser indefenso, en un modelo de bondad al que sólo la perfidia del hombre –siempre y cuando no se trate de un inmigrante– ha llevado históricamente por mal camino. Por desgracia, el fenómeno no es privativo de estas latitudes, sino que alcanza extensiones mucho más vastas y entre ellas, como se comprueba, las del país vecino, ese viejo símbolo de la razón hoy tan ajado. Razón de más –valga la redundancia– para plantarle cara y combatirlo con todas las fuerzas.
(VozPópuli, 11 de noviembre de 2021)