Si algo nos enseña la historia reciente de España, o sea, la que arranca con la aprobación en referéndum por amplísima mayoría, el 15 de diciembre de 1976, de la Ley de Reforma Política y llega hasta nuestros días, es que con las lenguas hay que andarse con tiento. Y no con el castellano o español, tan maleado por los políticos y tan fresco y boyante si nos ceñimos al uso que hacen de él sus hablantes, sino con lo que la Constitución denomina “las demás lenguas de España [que] serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” y, más en general, con el “patrimonio cultural” de “las distintas modalidades lingüísticas de España”, para el que nuestra Carta Magna prescribe un “especial respeto y protección”.
Y es que, si algo deberíamos haber aprendido en estos cerca de 45 años de historia, es que a ninguna formación política importa el aspecto social o cultural de una lengua cuando se trata de reivindicar su cooficialidad. Si en verdad importara a alguna, tanto el catalán como el vascuence como el gallego, que llevan ya cuatro décadas contando con abundantes y crecientes mimos institucionales –lo que incluye obscenos derroches presupuestarios e innúmeras políticas educativas, administrativas y comunicativas aplicadas con fórceps–, habrían dejado ya de ser, por su bien y el de sus hablantes, cooficiales. Porque esas formaciones no tendrían más remedio que reconocer que, tal y como reflejan todos los datos de que disponemos, el uso de cada una de esas lenguas, al igual que el prestigio cultural que pudiera corresponderles, no había hecho sino menguar y que sus políticas de supuesta normalización habían logrado justo lo contrario de lo que presuntamente pretendían.
¿Entonces?, se preguntará el lector. Aunque lo más probable es que ni siquiera llegue a preguntárselo, de tan obvio como resulta. El acceso de una lengua regional a la cooficialidad no guarda relación ninguna con nada que merezca respeto y consideración o, si lo prefieren, con nada que no sea la promoción de lo identitario entre la parroquia del lugar. Vencidas ya cuatro décadas, puede hablarse de evidencia. Y quien dice la promoción de lo identitario dice, claro, el chantaje al que se somete con semejante pretexto al Gobierno central a la hora de negociar unos presupuestos que se supone que deberían ser, como su nombre indica, Generales y del Estado. El trapicheo al que hemos asistido en estas últimas fechas da fe de ello.
De ahí que no pueda sino comprender la reticencia con que tantos asturianos ven la posibilidad de que las llingües del Principado sean elevadas al rango de cooficiales. Hoy en día, tanto el bable/asturiano como el gallego/asturiano gozan de amparo, fomento y enseñanza garantizadas mediante una ley de uso y promoción de marzo de 1998. Eso sí, en lo tocante a la enseñanza, atendiendo a los principios de “voluntariedad, gradualidad y respeto a la realidad sociolingüística de Asturias”, que son los que siempre, sobra añadir, tendrían que primar. Pero la izquierda toda, y las asociaciones e instituciones que viven de las ubres gubernamentales, están empeñadas en sustituir dichos principios por el trágala de rigor. Y es que eso y no otra cosa, como se ha comprobado a lo largo de todas estas décadas en otras regiones de España, es lo que acaba resultando, al cabo, de la mencionada cooficialidad. Lo afirmaba hace poco sin ambages Beatriz Zapico, portavoz de la Plataforma contra la Cooficialidad del asturiano: “(…) se está poniendo encima del tablero político una reforma del Estatuto que conllevaría la imposición del bable. Obligaría a que en la educación las asignaturas o parte de ellas fueran en bable, que nos dirigiésemos a la Administración en bable, y nos afectaría a nivel personal a todos, porque en el momento en que el bable fuese oficial habría que utilizarlo, saber escribirlo, saber hablarlo (…)”.
En las Cortes Constituyentes de la Segunda República, la aprobación en referéndum a comienzos de agosto de 1931 de un Estatuto de Autonomía de Cataluña en que el catalán era la única lengua oficial –el llamado Estatuto de Núria, ratificado un año más tarde por las propias Cortes, aunque notoriamente recortado y laminado en muchísimos aspectos, entre ellos el lingüístico–, tuvo dos consecuencias en el orden, digamos, preventivo. Por un lado, que el castellano figurase en la Constitución republicana, promulgada el 9 de diciembre de 1931, como única lengua oficial del Estado. Por otro, que ese mismo Estado mantuviese en el conjunto del territorio una línea de enseñanza exclusivamente en castellano. Todo por si las moscas identitarias querían hacer algún día de las suyas imponiendo lo particular sobre lo general.
Cuando las Constituyentes de 1977, que alumbraron nuestra actual Constitución, se tuvo en cuenta la primera de las prevenciones. Pero no así la segunda, en aras de una supuesta concordia con los anhelos del nacionalismo y, en concreto, del catalán. De cuanto ha sucedido después les supongo informados.