¡Las vueltas que da el mundo! A lo largo del último mes, todos los medios de comunicación han dedicado tiempo y espacio a recordar el décimo aniversario de la llegada del euro a la Tierra. Y sus balances, sobra decirlo, han sido de lo más positivos. No en vano los españoles tenemos a estas alturas una moneda fuerte, cuyo valor no ha parado de crecer con respecto al dólar y la libra, y hemos visto aumentado a un tiempo, gracias en buena parte a esta moneda, nuestro nivel de renta, que ya casi alcanza la media europea. Pues bien, ahora que por fin podemos alardear de moneda, resulta que estamos a un paso de quedarnos sin ella.

Me explico. Dentro de nada van a implantarse en España unas tarjetas monedero que amenazan con revolucionar nuestra vida cotidiana. En realidad, esas tarjetas ya se utilizan en determinadas ciudades del país, aunque su uso está limitado al pago del transporte. Son tarjetas de débito, pero, a diferencia de las ya existentes, no requieren firma ni número secreto. Basta con acercarlas a un terminal y al acto, mediante la banda magnética que llevan incorporada, queda registrado el pago correspondiente. Según parece, sólo el coste de estos terminales se opone por el momento a su generalización en el comercio. Pero todo es cuestión de tiempo. Y, tratándose de tecnología, de poco tiempo.

Llegados a este punto, tal vez ustedes se pregunten por la utilidad del invento. Está, por supuesto, la comodidad de no tener que firmar, y hasta la de no tener que memorizar número secreto alguno. Pero está, sobre todo, la de llegar a prescindir, en un futuro cercano, de las monedas —o eso afirman al menos los impulsores de la nueva fórmula de pago—. Y es que esas tarjetas, cuyo uso quedará restringido a compras inferiores a veinte euros, han sido pensadas para acabar con la calderilla y los billetes modestos. O, lo que es lo mismo, con la franja baja del sistema monetario.

No sé si se dan cuenta de lo que semejante innovación puede representar. El dinero ha constituido hasta ahora algo palpable, real. Allá por 1922, Gaziel se sorprendía en Marsella, camino de Génova, de lo mucho que pesaban los pocos duros y pesetas que llevaba en el bolsillo derecho del chaleco en comparación con los varios centenares de billetes franceses que guardaba en el izquierdo y cuyo valor había quedado reducido prácticamente a nada por efecto de la crisis que asolaba el país tras la Gran Guerra. El dinero, quieras que no, debe pesar. O, cuando menos, ha de poder tocarse. Si a partir de ciertas cantidades ya sólo tiramos de tarjeta, y por debajo de otra cantidad tres cuartos de lo mismo, ¿dónde está el dinero?

Y si no que se lo pregunten a los clientes de Mister Madoff.

ABC, 25 de enero de 2009

La falsa moneda

    25 de enero de 2009