Antes de la crisis, uno podía tomarse la vida según le fueran las cosas y según su carácter. Es decir, podía tomársela según su carácter apreciara que le iban las cosas. Pongamos que uno fuera optimista. ¿Que las cosas le iban bien? Fenomenal. ¿Que no? Ya vendrán tiempos mejores. Pongamos ahora que fuera pesimista. ¿Que todo marchaba a pedir de boca? Ya será menos. ¿Que no? Pues figúrate lo que nos espera. Y así, con esos pulsos dispares, unos y otros iban tirando.

Pero eso era antes. Antes de la crisis. Desde hace unos meses, nada es igual. Para entendernos, en nuestra sociedad se ha producido un achique, un achique tremendo. Ya no cabemos todos. Y los que están de más, en contra de lo que cabría suponer, no son los optimistas todoterreno que nos han llevado, con su inconsciencia temeraria, al pozo en que nos encontramos; no son los malos utopistas de que hablaba Ortega y cuyo recuerdo traía a estas mismas páginas, en un artículo reciente, José María Carrascal, sino los otros, los que se pasan el santo día con los pies en el suelo, los renuentes a cualquier aventura, los eternos recalcitrantes —los pesimistas, en definitiva—. A esos hay que barrerlos como sea. Porque, tal como está el patio, lo que se necesita, al decir de los expertos, es gente animosa, positiva, optimista. Los demás sobran. Sobramos.

Sí, para qué engañarles, yo soy uno de esos condenados. No sirvo. Y, lo que es peor, además de no servir, constituyo una amenaza. Así lo estima, cuando menos, una autoridad en la materia como Bernabé Tierno —psicólogo y pedagogo, autor prolífico de libros de autoayuda, conferenciante infatigable y paladín de la sonrisa permanente—, que, tras lamentarse del número de pesimistas que hay en el mundo, nos denomina, a mí y a los de mi calaña, «personas tóxicas». De ahí mi desazón. Así las cosas, me temo que no voy a tener más remedio que apechugar con las consecuencias y ponerme a un lado, no vaya a echarme alguien en cara que me dedico a envenenar a mis congéneres.

Claro que todavía me queda otra posibilidad: la conversión. Si el futuro —como mínimo, hasta que las aguas de la economía se decidan a volver a su cauce— pertenece a los optimistas y sólo a ellos, quizá merezca la pena hacer un esfuerzo y mudar de acera. ¿Cómo? Pues tratando de desintoxicarse, por supuesto. Sonriéndole a la vida, poniéndole color al gris, ahuyentando los malos pensamientos, dándole la vuelta a la desgracia, levantando castillos, aunque sea en el aire, o pidiendo incluso la luna, qué caray. Y si, aun así, uno sigue con el veneno en el cuerpo, entonces sí, habrá que resignarse. A quien ha hecho todo lo humanamente posible por cambiar, más no se le puede exigir.

ABC, 11 de enero de 2009.

Las toxinas del pesimismo

    11 de enero de 2009