Pero la paradoja no termina aquí. Porque el otro tipo de papel, el llamado a perdurar por obra y gracia de lo que lleva impreso o manuscrito, es el que parece tener, a estas alturas, los años contados. Pienso en el que acoge nuestras notas; en el que nos entregan en un comercio o en un cajero automático a cambio de una transacción; en los que conforman una agenda o una guía telefónica; en los que nos ponen al corriente de cómo va el mundo, o en los que guardan, bien cosidos, tantos relatos, pensamientos e ilusiones. En todas estas circunstancias la tecnología, en forma de píxel o de bit, está suplantando, a marchas forzadas, el papel. Anotamos las citas y las ideas en nuestras agendas electrónicas; firmamos con un puntero en una especie de tableta conectada a un terminal la conformidad de una adquisición cualquiera; encontramos lo que buscamos, ya sea un dato, una imagen o la música de un bolero, en el ciberespacio; leemos el periódico, o una parte de él, a través de la pantalla del ordenador, y pasamos las páginas de un libro haciendo un simple clic en un icono con el ratón.
Por supuesto, semejante ejercicio de suplantación se da sobre todo entre los jóvenes, que no ven razón ninguna para conservar notas, facturas, fotos, recortes de prensa o volúmenes encuadernados, pues pueden almacenarlos en un chip de memoria o procurárselos en la mismísima red. Y no se suele dar, claro, entre los viejos o entre los que, sin ser tan viejos, hemos cruzado ya el ecuador de la vida y seguimos creyendo en el valor probatorio del papel y disfrutando con la textura y el olor de sus hojas. O quizá la creencia y el disfrute no sean más que excusas. O costumbres. Al fin y al cabo, no somos sino un triste animal de costumbres. Como lo serán estos jóvenes de hoy el día de mañana.
ABC, 28 de septiembre de 2008.