Estos datos a Maragall le han parecido «inútiles». Por sabidos, ha precisado. Y por viejos. No le falta razón. Los datos —otra cosa es el análisis que uno pueda proyectar sobre ellos— fueron publicados hace un año. Y, entre el momento en que se realizaron las pruebas y el momento actual, ha transcurrido no un año, sino dos. De ahí que, a juicio del consejero, la situación no sea ya la misma. Es cierto. A estas alturas debe de ser, si cabe, mucho peor. Dentro de unos meses tocan las pruebas correspondientes a un nuevo informe PISA y en 2010, cuando se hagan públicos los resultados, sabremos a qué atenernos. Mientras tanto, no queda más remedio que remitirse a lo conocido. Y lo conocido, mal que le pese a Maragall, es un desastre sin paliativos. Aunque su desfachatez y su inmodestia le lleven a afirmar que en los últimos dos años todo ha cambiado, nadie en su sano juicio es capaz de creer que un sistema que lleva ya en funcionamiento tres lustros vaya a arrojar en el futuro unos resultados radicalmente distintos a los presentes sin que se modifique el sistema ni los fundamentos ideológicos en que se sustenta.
Por lo demás, hay que felicitarse de que existan mecanismos de evaluación independientes y comunes al resto de los países desarrollados —ojalá se extendieran a otras parcelas de la Administración, como la sanidad o la justicia—. Si sólo contáramos con las pruebas internas realizadas por el propio Departamento de Educación, y suponiendo que el Departamento quisiera notificar los resultados, seguiríamos vegetando en la complacencia que procura el saber que nuestro sistema de enseñanza pública, en palabras del consejero del ramo, es «magnífico». Sí, magnífico.
ABC, 27 de septiembre de 2008.