Cuando han pasado ya más de veinte días desde la ascensión y casi quince desde la emisión televisada de la proeza, sigo preguntándome cómo es posible que nadie haya reparado todavía en la trascendencia de lo acontecido. La prensa, claro está —y utilizo el término «prensa» en su sentido más amplio—, se ha hecho eco del suceso y hasta le ha dedicado jugosos comentarios. Pero todos los comentarios se han construido por contraste, por oposición. Para la mayoría de quienes los firmaban, resultaba insólito, por no decir grotesco y reprobable, que el presidente del Gobierno dedicara 24 horas de su jornada laboral —la ascensión se hizo en sábado, pero, hasta nueva orden, los presidentes del Gobierno no disfrutan de la semana inglesa— a encaramarse a lo más alto de sus recuerdos juveniles, poniendo incluso en riesgo su integridad y la de los miembros de la seguridad del Estado que le acompañaban. Y, sobre todo, que lo hiciera cuando debería estar ocupando su tiempo en combatir la crisis, o sea, en proponer y aplicar medidas que permitieran reactivar la ya muy maltrecha economía española. Es verdad que en aquel momento —y lo digo en descargo de estos comentaristas— José Luis Rodríguez Zapatero no había confesado aún cuál era, a su juicio, el origen de los males que nos afligen. En otras palabras: si hubiera afirmado ya por entonces que toda la culpa de la crisis económica, o como quisiera nombrarla el presidente, la tenía Bush, casi nadie se hubiera sorprendido al verle con sus botas de montañero, su pantalón de trekking y su chaqueta de gore-tex subiendo por las laderas leonesas de los picos de Europa. Pero no fue el caso y la mayoría de los comentaristas tuvieron ocasión de ponerse, a su vez, las botas.
Aun así, insisto, lo verdaderamente significativo de la ascensión al Collado Jermoso del —muy a su pesar— vallisoletano presidente del Gobierno no está en el contraste que pueda establecerse entre esa afición recuperada y el olvido de lo que deberían ser sus tareas de gobernante, sino en la analogía. Para entender en qué consiste esta analogía hay que fijarse en las palabras que pronunció Rodríguez Zapatero a medio camino, en uno de los repechos especialmente indicados para el éxtasis presidencial y para la filmación televisiva, dirigiéndose a un tal Calleja, responsable de la ascensión y del programa y, al parecer, compañero del alma: «Hay que tener muy poca sensibilidad para no venir aquí y disfrutar». Esa sensibilidad, que requiere —reparen en la posición del «no» en la frase— que uno ascienda a las altas cumbres de la patria suya y disfrute con lo que le ofrece desde allí la naturaleza, es exactamente la misma que tantos catalanes, empezando por el extinto presidente Pujol, y no pocos vascos, han tenido siempre a flor de piel —de ahí sus constantes y gozosas escaladas—. Una sensibilidad romántica, proclive a la nostalgia y reivindicativa de lo auténtico, de lo incontaminado. Una suerte de catarsis. Un retorno al paraíso. En fin, para qué ocultarlo, puro nacionalismo.
ABC, 20 de septiembre de 2008.