En el Reino de España, a las mujeres no les construyen parque alguno. Ni a los hombres. A Dios gracias, nuestro espacio público es para todos los seres humanos, sin distinción de sexo, raza o religión. Y, en consecuencia, para todas las miradas. Otra cosa, claro, es el espacio privado, por más que en este terreno el pensamiento igualitario lleve ya mucho tiempo metiendo baza. Son pocos hoy en día —si es que queda alguno— los clubes deportivos sólo para hombres. Y lo mismo ocurre con los de otra índole. En su afán nivelador, la tendencia del feminismo militante no ha consistido tanto en crear sus propias sociedades privadas como en exigir el carácter mixto de las ya existentes. Tal vez el caso más conocido, por repetido y grotesco, sea el del famoso alarde de Fuenterrabía, un desfile conmemorativo de las guerras napoleónicas reservado hasta hace poco al género masculino y al que ahora se ha añadido, entre las muestras de desaprobación de muchos lugareños y muchas lugareñas, el paso de una compañía mixta de supuestos combatientes. Claro que aquí la tradición tiene lugar en el espacio público, y hasta es posible que las sociedades participantes reciban alguna que otra ayudita de las instituciones. O sea, que aquí, de privado, poco.
Pero donde la división entre sexos resulta más polémica es en el campo de la educación. El sistema público, en aras de la igualdad, prescribe que niños y niñas vayan juntos a la escuela. El problema es que todos los estudios conocidos hasta la fecha demuestran que el rendimiento de unos y otros mejora si no comparten el aula. Y, por si no bastara con esto, el fracaso escolar sigue siendo abrumadoramente mayoritario entre los chicos —en 2006, la diferencia era de 14 puntos porcentuales—. ¿Entonces? Pues no parece descaminado sugerir que a los españolitos y a las españolitas se les permita cursar algunas asignaturas por separado. Para la imprescindible socialización siempre les quedará el patio. Y, por supuesto, cualquiera de nuestros parques.
ABC, 21 de septiembre de 2008.