No se trata de discutir, por supuesto, la necesidad del cambio; sin cambio no hay vida, no hay evolución. Ni se trata tampoco de menospreciar las bondades de la juventud, que han de encontrar, sin duda alguna, su vía de desarrollo. Pero de ahí a suponer que el cambio sólo puede venir del ímpetu de un cuerpo joven, de una suerte de retoño no maleado, media un buen trecho. La posibilidad de cambiar las cosas depende única y exclusivamente de la capacidad de la persona que se postula para ello. Y nada indica que el actual senador McCain no esté en condiciones, si las urnas le son propicias, de llevar a cabo sus propósitos.
Vivimos en un mundo marcado por la novedad, por la renovación constante. Todo cuanto producimos, en el orden material y en el intelectual, tiene una vida limitadísima. La juventud es un valor de cambio. Vende lo verde. Y lo viejo, aunque parezca mentira, es enemigo de lo verde. Un parado de cuarenta y cinco años apenas encuentra ya trabajo. Un profesor de una edad semejante, o incluso más joven, está condenado a sufrir toda clase de inclemencias en las aulas de nuestros centros públicos. El tuteo arrasa, hasta el punto de que ya va siendo habitual que un camarero trate de tú a un cliente o que un enfermero haga lo mismo con un paciente. La experiencia, el conocimiento, la autoridad, el respeto, esos valores propios de la madurez que han venido conformando siglo tras siglo lo que somos, se van disolviendo poco a poco como un azucarillo.
Y todo esto ocurre en una sociedad cada vez más vieja. Según los cálculos de Eurostat, la oficina estadística de la UE, en 2060 habrá un 32,3% de españoles mayores de 65 años y un 14,4% mayores de 80 —el doble y el triple, respectivamente, de los porcentajes actuales—. Lo que no entiendo es por qué los expertos se limitan a destacar los índices de crecimiento de esas franjas de edad. ¡Como si alguien con los 50 cumplidos no fuera ya, a estas alturas, un solemne vejestorio!
ABC, 14 de septiembre de 2008.