Nada que no previera ya, por cierto, mi amigo Juan Abreu en su celebérrima Rebelión en Catanya.
«Son los que están en contra de respetar la voluntad de los gracienses los que deben explicar por qué están en contra de ese ejercicio de voluntad y democracia popular. Es más, algunos legitiman el derecho a decidir de Escocia y Cataluña, pero se lo niegan a la Villa de Gracia. Resulta realmente incomprensible esa forma de no aplicar en casa lo que aplicamos fuera.» Estas palabras, traducidas al catalán y acaso algo mejor trenzadas, las podría haber pronunciado el presidente de la Diputación de Barcelona si se hubiera dado el caso de que el barrio de la Villa de Gracia hubiera decidido ejercer el derecho a decidir su destino y las urnas hubieran avalado su deseo —léase el de los gracienses— de independizarse de Barcelona. Pero, en realidad, quien las ha pronunciado es Martín Garitano, diputado general de Guipúzcoa, en relación con la decisión de los vecinos del barrio de Igueldo de segregarse de San Sebastián. ¿Que por qué Gracia ya que Igueldo? Pues no por el número de habitantes, ciertamente, dado que el de Igueldo es 50 veces menor que el de la Villa de Gracia. Tampoco por su emplazamiento dentro del municipio: así como el antiguo barrio donostiarra se halla en un extremo de la ciudad, el barcelonés está en el centro mismo. Tampoco por sus características espaciales: rural el vasco, urbano el catalán. Pero sí por su condición de antiguo núcleo de población anexionado a la ciudad, aunque en el caso de Igueldo la agregación se remonte a finales del siglo XII y en el de la Villa de Gracia, a finales del XIX. Y, sobre todo, por su afán de independencia. Un afán enfermizo, destructor, aniquilador, plasmado en mil contiendas y que no es sino epítome de ese afán más general de la ciudad en que se insertaba el primero y todavía se inserta el segundo, y del de ese País y ese Pueblo mayúsculos cuya voluntad soberana dicen ambos interpretar.
Nada que no previera ya, por cierto, mi amigo Juan Abreu en su celebérrima Rebelión en Catanya.
Nada que no previera ya, por cierto, mi amigo Juan Abreu en su celebérrima Rebelión en Catanya.