Recuerda hoy Ana Romero en El Mundo que es la primera vez que el Rey, en su mensaje de Navidad, alude a la comunidad intelectual. Con estas palabras: «Invito a la comunidad intelectual a ser intérprete de los cambios que se están produciendo y a ser guía del nuevo mundo que está emergiendo en el orden geopolítico, económico y social». Es verdad que los intelectuales no fueron los únicos interpelados por el Monarca para contribuir al renacer español: también los políticos, los empresarios, los inversores. Pero que, después de casi cuatro décadas de discursos, Don Juan Carlos haya tenido que echar mano de tan apolillado estamento es señal de que la cosa debe estar francamente mal. A los intelectuales sólo se recurre en último estadio, cuando todo lo demás ha fallado. Así fue, por ejemplo, en marzo de 1930, cuando Cambó se inventó un homenaje en Barcelona a lo más granado de la intelectualidad castellana en agradecimiento a sus desvelos y a su solidaridad con el pueblo catalán durante los años de la dictadura primorriverista. Y así ocurrió también en pleno franquismo cuando Ridruejo impulsó aquellos encuentros supuestamente reparadores de grandes pleitos pasados. El problema de los intelectuales es que serán todo lo lúcidos que ustedes quieran pero les puede la ideología. O sea, el sectarismo. Y por más que en la cofradía existan excepciones, estas no logran nunca influir en el curso de los acontecimientos y acaban reducidas al silencio —o, como mucho, a una suerte de memorialismo llorón redactado por lo general en su propio descargo—. Piénsese tan sólo en cuál fue el destino de aquellos intelectuales reunidos fraternalmente en Barcelona pasados unos pocos años. En fin, que si los intelectuales deben ser los intérpretes de los cambios que nos afectan y los guías de este nuevo mundo emergente, aviados estamos. O, lo que es lo mismo y sin duda más apropiado en un día como hoy: Dios nos coja confesados.