Con todo, en esa tríada tumbal ha habido siempre cierta descompensación entre los dos primeros emplazamientos y el tercero. No por el lugar en sí, sino por las circunstancias mismas de la muerte. Así como las de los dos primeros fueron violentas y, en la mitología del nacionalismo, heroicas, la del tercero fue plácida, común, irrelevante. Es verdad que Macià también era un alzado, como Companys y los austracistas. Pero murió en la cama y no por herida bélica alguna. Por eso el homenaje que ayer montaron ante su tumba los líderes de CDC, encabezados por el presidente Mas, lleno de soflamas patrióticas, vestiduras rasgadas e incluso versos agroguerreros, mueve más a la risa que a otra cosa. O, si quieren, a la risita de conejo, tan catalana. Y tanto más cuanto que Macià, en abril de 1931 y una vez erigido en presidente de la Generalitat, no tenía ya otra preocupación en la cabeza que las condiciones de su jubilación. Esto es, si además de la paga, la naciente Segunda República iba a conservarle el derecho a disponer del ordenanza que le correspondía como teniente coronel del Ejército. Español, por supuesto.
Esa querencia de los catalanes por el pasado —y, encima, por uno que la mayoría de las veces es inventado— tiene un indiscutible regusto fúnebre. Será porque resulta mucho más cómodo interpelar a los muertos que a los vivos. Estos siempre pueden salirte rana; en cambio, con los primeros no hay cuidado. De ahí que en Cataluña proliferen los actos ante toda clase de tumbas. A falta de que Pujol padre abandone este mundo y sea recordado como no lo ha sido nunca Tarradellas —seguramente porque este último, aun siendo gran parte de su vida un nacionalista, acabó convertido en un demócrata—, los principales monumentos funerarios ante los que se postran, contritos, los catalanes irredentos son tres: el Fossar de les Moreres, donde fueron enterrados los austracistas que defendían la ciudad en 1714; el Fossar de Santa Eulàlia del Castillo de Montjuïc, donde fue fusilado, el 15 de octubre de 1940, el presidente de la Generalitat Lluís Companys, y la tumba sita en la plaza de la Fe del Cementerio de Montjuïc, donde yacen los restos de su predecesor, el presidente Francesc Macià, fallecido el día de Navidad de 1933. (Cierto es que el nacionalismo ha transformado recientemente el antiguo mercado del Born en un inmenso mausoleo en memoria de los héroes de la Vieja Planta; pero, dado que hasta el momento el edificio sólo es visitado por jubilados y grupos escolares —o sea, por el mismo público aborregado que acostumbra llenar los teatros catalanes—, habrá que esperar todavía un tiempo para otorgarle la condición de MFIN (monumento funerario de interés nacional).
Con todo, en esa tríada tumbal ha habido siempre cierta descompensación entre los dos primeros emplazamientos y el tercero. No por el lugar en sí, sino por las circunstancias mismas de la muerte. Así como las de los dos primeros fueron violentas y, en la mitología del nacionalismo, heroicas, la del tercero fue plácida, común, irrelevante. Es verdad que Macià también era un alzado, como Companys y los austracistas. Pero murió en la cama y no por herida bélica alguna. Por eso el homenaje que ayer montaron ante su tumba los líderes de CDC, encabezados por el presidente Mas, lleno de soflamas patrióticas, vestiduras rasgadas e incluso versos agroguerreros, mueve más a la risa que a otra cosa. O, si quieren, a la risita de conejo, tan catalana. Y tanto más cuanto que Macià, en abril de 1931 y una vez erigido en presidente de la Generalitat, no tenía ya otra preocupación en la cabeza que las condiciones de su jubilación. Esto es, si además de la paga, la naciente Segunda República iba a conservarle el derecho a disponer del ordenanza que le correspondía como teniente coronel del Ejército. Español, por supuesto.
Con todo, en esa tríada tumbal ha habido siempre cierta descompensación entre los dos primeros emplazamientos y el tercero. No por el lugar en sí, sino por las circunstancias mismas de la muerte. Así como las de los dos primeros fueron violentas y, en la mitología del nacionalismo, heroicas, la del tercero fue plácida, común, irrelevante. Es verdad que Macià también era un alzado, como Companys y los austracistas. Pero murió en la cama y no por herida bélica alguna. Por eso el homenaje que ayer montaron ante su tumba los líderes de CDC, encabezados por el presidente Mas, lleno de soflamas patrióticas, vestiduras rasgadas e incluso versos agroguerreros, mueve más a la risa que a otra cosa. O, si quieren, a la risita de conejo, tan catalana. Y tanto más cuanto que Macià, en abril de 1931 y una vez erigido en presidente de la Generalitat, no tenía ya otra preocupación en la cabeza que las condiciones de su jubilación. Esto es, si además de la paga, la naciente Segunda República iba a conservarle el derecho a disponer del ordenanza que le correspondía como teniente coronel del Ejército. Español, por supuesto.