La causa de todos nuestros males, pues —y, si no de todos, sí de la inmensa mayoría de los que nos afectan en nuestra condición de ciudadanos—, guarda relación con la debilidad del Estado, con su incapacidad para luchar contra una plaga que lo está desgastando a marchas forzadas. Hablar hoy de regeneración democrática es casi un lugar común en España. Pero no hay duda de que ninguna de las grandes instituciones del Estado, ninguno de los tres poderes en los que se asienta todo régimen de libertades, ha dado muestras en la última década, año más, año menos, de la rectitud y el rigor que sería exigible a sus actuaciones. Piénsese en la justicia, por ejemplo. En el Tribunal Constitucional y sus sentencias. O en el Consejo General del Poder Judicial y sus mecanismos de elección. Piénsese en nuestra clase política. En la corrupción moral y económica que la caracteriza. O en su arraigada costumbre de no rendir cuentas, gracias a un sistema electoral que diluye la representatividad y fomenta el corporativismo. Y piénsese, claro, en la mismísima Jefatura del Estado y en la nada ejemplar conducta de algunos allegados.
En todo ese magma pueden establecerse, sobra decirlo, niveles. Y hasta honrosas excepciones, individuales y colectivas. Por poner un ejemplo: en cuestiones de gobernanza, no ha sido nunca lo mismo el sentido de Estado del PP que el del PSOE. Incluso cuando González. Incluso cuando Rajoy. Y es evidente que no ha habido peor y más trascendente periodo, en cuanto a dejaciones, que las dos legislaturas de gobiernos de Rodríguez Zapatero. Allí se rompió el pacto antiterrorista, se quebró el consenso sobre el modelo territorial y se removió el pasado sin otro afán que el de violentar el presente. Por más que la confrontación política requiera el disenso, hay asuntos, como los que afectan al corazón mismo del Estado, que no deberían usarse jamás como arma para tratar de alcanzar el poder o mantenerse en él. En esa clase de asuntos, las dos grandes fuerzas nacionales tienen la obligación de entenderse. Y punto. De lo contrario, siempre habrá quien se alimente de su discordia.
Como el nacionalismo. Nada como un organismo debilitado para que el parásito prospere. La actual deriva de la situación política catalana sólo se explica por la irresponsabilidad, el egoísmo o la bajeza —o por todo a la vez— de quienes, desde las principales instituciones del Estado, no han cumplido con su deber. Por supuesto, se le puede reprochar a Mas que sea un iluminado o un juguete en manos de Junqueras. Se les puede reprochar a los catalanes ese sentimentalismo del que hacen gala en lo que para ellos son los grandes momentos. Pero eso es lo de menos. Lo importante es la firmeza del Estado. De sus instituciones. De sus representantes. La firmeza del presidente del Gobierno, por ejemplo, al responder con la Constitución en la mano y sin tapujos al último y más desafiante desvarío del presidente de la Generalitat. Pero también la del líder de la oposición al hacer lo propio, aunque en su caso la firmeza lleve la coletilla del federalismo. Esa comunión entre los dos grandes partidos nacionales —y entre ellos y las demás fuerzas políticas que se han manifestado en el mismo sentido, claro está— es lo que permite creer que no está todo perdido. Y luego también, no nos engañemos, algo fundamental: el parásito necesita de un Estado para vivir. Y no precisamente del Estado con el que sueña el nacionalismo catalán y por el que pretende preguntar el 9 de noviembre de 2014.
(Crónica Global)