Todo sigue igual en la educación española. O sea, igual de mal. Lo dice PISA, y lo que dice PISA, agrade o no, es palabra de santo. El nivel general de nuestros quinceañeros en las últimas pruebas realizadas y evaluadas, las de 2012, continúa unos cuantos puntos por debajo de la media de los países de la OCDE —léase países desarrollados—, que es donde se supone que está España. Mejoramos un pelín en comprensión lectora y ciencias con respecto a 2009, pero no así en matemáticas, parcela en la que se centraban precisamente las pruebas. Todo esto, para quien viene observando la evolución de la enseñanza en España desde el año 2000, no constituye sorpresa alguna. Son las secuelas de la Logse/Loe, cuyos efectos empezaron a dejarse sentir estadísticamente con la llegada del nuevo milenio. Sin embargo, esta última oleada del estudio internacional arroja un dato nuevo y revelador. Entre 2003 y 2012, y tomando como referencia los resultados en matemáticas, la distancia entre los alumnos con mayor y menor renta ha aumentado seis puntos. Lo que equivale a decir que el sistema ha perdido equidad. Ello no ofrecería mayor interés analítico si no fuera porque la inversión educativa ha crecido en este mismo periodo un 35%. En otras palabras: a pesar del dineral que hemos gastado en educación, lejos de reducir esa distancia la hemos ampliado. Podría tratarse, claro, de algo coyuntural. O incluso un efecto perverso del aumento de la excelencia. Pero ni lo uno ni lo otro. No es más que la última expresión del fracaso de un sistema —el de los gobiernos socialistas apoyados por la izquierda toda, nacionalista o no— que, a falta de resultados académicos, había puesto todo el énfasis en la reducción de las desigualdades entre ricos y pobres, educación mediante. Pues no, también en eso el sistema ha fracasado. Y todavía hay quien se resiste a cambiarlo o aboga, como mal menor, por un supuesto pacto de Estado en el que sus utopías encuentren un mínimo acomodo.