Habrá que estarle agradecido a Oriol Junqueras por sus palabras. Ese político que, según todas las encuestas, sería hoy el principal candidato a presidir la Generalitat de celebrarse unas elecciones autonómicas, dio ayer en Bruselas su verdadera talla de potencial estadista. En una conferencia organizada por sus amigos del Parlamento Europeo, Junqueras amenazó con convocar en Cataluña una huelga general de una semana si el Estado del que muy a su pesar forma parte prohíbe la tan ansiada consulta por el «derecho a decidir». Que los primeros en echársele encima, tachándole de insensato, hayan sido sus compañeros de viaje Duran i Puig —sí, Felip Puig, el otrora independentista radical—, dice mucho del grado de enajenación alcanzado por el profeta de la patria libre. En Bruselas no habrán salido todavía de su asombro ante la propuesta del líder de ERC, apuntalada encima con la grosera mentira de haber «sacado a dos millones de personas a la calle» —millón arriba, millón abajo, le faltó añadir—. De todos modos, insisto, hay que agradecerle a Junqueras sus palabras. Entre su bravuconada de ayer, la sandalia exhibida el pasado lunes en el Parlamento catalán por su ahijado Fernàndez y el ridículo infamante de Mas en Yad Vashem aspirando a la condición de víctima entre las víctimas, si alguna posibilidad tenían aún los soberanistas de ser acogidos en el seno de la Unión, esta ya se ha esfumado definitivamente. La Cataluña que viene no tiene otro futuro que el de la vía muerta o la fosa séptica. A escoger.