Cuando el nacionalismo catalán viaja a Israel hay que temerse siempre lo peor. Recuerden, si no, la visita protagonizada por Pasqual Maragall y Josep Lluís Carod-Rovira, corona de espinas incluida. O los continuos viajes de Jordi Pujol, en los que el milhomes no perdía ocasión de comparar el destino del pueblo catalán con el del judío. Y, al margen ya de las andanzas gubernamentales, recuerden los espasmos de los Culla, Rahola o Villatoro cada vez que el nombre de Israel era o es sacado a colación. Ahora ha sido el presidente Artur Mas quien se ha desplazado hasta aquella tierra con un séquito de 60 personas, como si del mismo rey de Arabia —y perdón por la ucronía— se tratara. Y, aparte de no lograr entrevistarse con el primer ministro Netanyahu —un fiasco al que Pujol, dicho sea de paso, nunca se habría expuesto— y de conseguir que la bandera de España no apareciera en la foto oficial con el presidente Peres —lo que da idea, por cierto, de la eficacia de nuestra política exterior—, Mas se despachó en el Museo del Holocausto con unas declaraciones absolutamente fuera de lugar, y nunca mejor dicho. Adoptando ese victimismo que tanto rédito aporta siempre al nacionalismo, el presidente de la Generalitat aprovechó su presencia en Yad Vashem para arremeter contra aquellos que han comparado su régimen transitorio nacional con el régimen nacionalsocialista. Pero fue más allá: no contento con desmentir una infamia, dejó otra para la posteridad al equiparar el pueblo catalán con el judío con el argumento de que el primero «también fue víctima de los totalitarismos». Como si pudieran siquiera compararse y sin precisar, por supuesto, que esos totalitarismos fueron bendecidos a su vez, y hasta ejecutados, por una parte nada despreciable de ese mismo pueblo catalán.

En definitiva: de mal en peor. Confiemos en que la próxima expedición nacionalista a Israel, de haberla, tarde mucho en llegar.

Pueblos y víctimas

    13 de noviembre de 2013