Cada vez que leo esa clase de noticias pienso en el País Vasco. Y luego, inmediatamente, pienso en mí y en la suerte que tengo de no vivir ni haber vivido nunca en uno de esos pueblos, sean del País Vasco, sean de la dolça Catalunya, sean de cualquier zona de España donde el nacionalismo haya echado raíces. La vida de pueblo ya es, de por sí, un roce constante. Uno se cruza a diario con todo quisque un par o tres de veces. Y nadie ignora quién es este, o aquel o el de más allá. En tales condiciones, si uno forma parte del rebaño todo va bien. Se le saluda, se le sonríe, se le habla y hasta se le hace alguna que otra confidencia. Pero, ¡ay del forastero! ¡Ay del que, habiendo o no habiendo nacido allí, ha rechazado de modo explícito las reglas del lugar! Este lo va a pasar mal. Van a dejar de saludarle, de sonreírle, de hablarle y, claro está, de hacerle confidencias. Y hasta puede que aprovechen el jolgorio de una fiesta mayor para arrearle un puñetazo o que le llenen, sin más, el coche de excrementos, como le ha sucedido a esa dirigente de Ciutadans de un pueblecito insignificante de Tarragona. Por supuesto, esa persona, harta de aguantar lo que no tiene aguante, puede abandonar la localidad. Es lo que pretenden, al cabo, quienes la importunan, la acosan y la agreden. Y lo que haría, en definitiva, cualquiera de nosotros. Pero algunas, como la que aquí nos ocupa, se empeñan en seguir, a pesar de la chusma nacionalista. Y hay que agradecérselo. De corazón. Sin ellas, todos los demás seríamos mucho menos libres.