El pasado viernes, por ejemplo, defendía a los Mossos d’Esquadra. Natural. Hasta diría que me sorprendió lo mucho que había tardado en hacerlo. Culla ha sido siempre un hombre del régimen, lo mismo con Pujol que con Mas. Y en el interregno, cuando no mandaba ni el uno ni el otro, y dado que el régimen continuaba vigente, él seguía en sus trece, fustigando a todo aquel que osara entrometerse en sus destinos. Como hizo en su última filípica. La tesis del artículo es la habitual. ¿Qué habría ocurrido si en vez de tratarse de los Mossos se hubiera tratado de la Guardia Civil –entiéndase, si en vez de tratarse de Cataluña se hubiera tratado de España–? ¿Se habría armado la que se ha armado? ¿No fue acaso mucho peor lo sucedido en el cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, hace más de treinta años, que lo sucedido a comienzos de octubre en el barrio del Raval de Barcelona, por muy grave y lamentable que esto resulte? Siendo así las cosas, ¿por qué nadie puso entonces en cuestión la legitimidad de la Guardia Civil –o de la Policía Nacional– como sí se ha puesto ahora la de los Mossos d’Esquadra?
Pues, a mi modo de ver, porque así como la existencia de los Cuerpos de Seguridad del Estado es percibida como algo de todo punto necesario e inherente a la propia existencia del Estado, la de un cuerpo autonómico de nuevo cuño que ha venido a sustituir a esos Cuerpos que ya ejercían mal que bien la misma función, no. De ahí que no les pasen una. Añadan a lo anterior que en los últimos tiempos, tanto tripartitos como convergentes, las actuaciones de los Mossos han dejado mucho que desear. Por exceso de bondad o de maldad, da igual. O, si lo prefieren, por bisoñez, por carecer de experiencia y, en cambio, andar sobrados. Y luego, claro, está el contexto. No me refiero ahora a los informes de Miquel Sellarès, el inspector catalán de alcantarillas. Pienso en algo bastante más serio: en la confianza que pueden generar las actuaciones de un cuerpo policial sujeto a las directrices de un Gobierno que, aun formando parte del Estado –siendo Estado, en una palabra–, actúa como si no lo fuera y, lo que es peor, tratando de destruirlo.
Además, qué quieren, el pasado, ese pasado que el historiador Culla tan bien conoce, tampoco ayuda. En tiempos de la República, una de las grandes reivindicaciones del nacionalismo gobernante en Cataluña –o sea, de ERC– fueron las competencias de orden público. Cuando la Generalitat por fin dispuso de ellas, las empleó, ya con Companys de presidente, en perseguir el terrorismo anarquista –lo que acabaría costando la vida, en vísperas de la guerra civil, a los hermanos Badia, dirigentes de Estat Català y máximos responsables de la Policía autonómica–. Pero también las empleó en preparar el golpe de Estado que Companys había de encabezar el 6 de octubre de 1934. Por desgracia para los golpistas, su plan contaba con los escamots de Estat Català que, a la hora de la verdad, no aparecieron por ningún sitio. La imagen que quedó fue, pues, la de los Mossos defendiendo el Palacio de la Generalitat ante el asedio de un par de unidades del Ejército que, al poco, lograban la rendición incondicional de los amotinados. Una triste imagen, ciertamente.
Yo comprendo –¡cómo no voy a comprenderlo!– que el nacionalismo que Culla profesa tenga interés en dignificar de una vez por todas la policía –su policía– autonómica. Pero ese nacionalismo debería comprender a su vez que la tan ansiada dignificación tiene un precio. Se llama lealtad. Lealtad al Estado y a su seguridad, que es la de todos los ciudadanos, residan o no en Cataluña.
(Crónica Global)