Decir que todo empezó en la pasada década sería, por supuesto, excesivo. Pero estoy convencido de que sin ella, sin lo que en ella sucedió en España, en Cataluña y en Barcelona —y voy, a propósito, de lo general a lo particular—, un personaje como David Fernàndez no habría alcanzado nunca la condición de diputado. O, lo que es lo mismo, no habría tenido nunca la ocasión de sembrar el terror en sede parlamentaria en forma de apología o mediante el insulto y la amenaza.

Entre 2001 y 2010 se dieron en Cataluña, y en especial en Barcelona —con la bendición, a partir de 2004, del propio Gobierno de España—, una serie de circunstancias que lo han hecho en gran parte posible. Por un lado, la carrera del Estatuto, a la que se entregaron casi todas las fuerzas políticas catalanas, remachada con una tardía sentencia del Constitucional que sigue sirviendo de excusa a los corredores de entonces para seguir pidiendo la luna. Por otro, la llegada al poder autonómico, a finales de 2003, de un gobierno de izquierda y nacionalista, más conocido por tripartito, que no era sino la plasmación regional de un modelo ya operativo en el campo municipal. Todo ello vino a coincidir con la celebración en Barcelona del Fórum Universal de las Culturas, paradigma de lo políticamente correcto, saludablemente alternativo y entusiastamente asambleario. Uno de los efectos más visibles de esa amalgama factual fue la definitiva conversión de la capital catalana en capital mundial antisistema, conversión que las movilizaciones contra la guerra de Irak de principios de siglo habían ya anticipado en parte.

Fernàndez es fruto de esa década. De pies a cabeza, de la primera a la última capa, de la mano con la sandalia a la mismísima sandalia. Y quienes le consienten lo que le consienten, incluso en sede parlamentaria, unos cómplices ominosos de un proceso de degradación moral cuyas últimas consecuencias están aún por llegar.

La década ominosa

    12 de noviembre de 2013