Yo creo —permítaseme terciar en el asunto, aunque sólo sea por mi condición de filólogo catalán— que el presidente hace bien inclinándose por los primeros. El catalán, la lengua catalana, ha tenido siempre, en el terreno interrogativo, un punto de ambigüedad. Sobre todo en la escritura, que es de lo que aquí se trata. La normativa del Institut d’Estudis Catalans (IEC), que hace las veces de academia de la lengua catalana, prescribe que el signo de interrogación no se ponga más que al final, como cierre de la pregunta. En eso, como en tantas otras cosas, la normativa sigue el modelo francés. Pero el catalán no dispone, como el francés, en las preguntas totalizadoras —aquellas a las que sólo se puede responder sí o no—, de cláusulas inequívocamente interrogativas o de inversiones en el orden de los términos de la frase. En eso, como en tantas otras cosas, funciona de forma parecida al castellano. Total, que cuando uno lee en catalán una pregunta, o lo que se supone debería ser una pregunta, a menudo no se cerciora de ello hasta que atisba el final. Por eso algunos gramáticos y no pocos escritores en catalán, hartos de tanta ambigüedad, han resuelto poner el signo de interrogación al principio y al final de la pregunta, como en castellano.
Así las cosas, ¿cómo podría el presidente proponer una pregunta clara, tajante, de respuesta inequívoca —un sí o un no, para entendernos—, sin contravenir a la norma? No podría, es evidente, a no ser que quisiera acarrear las consecuencias de romper con la tradición y enfrentarse a una de las instituciones más sagradas del país, como es el IEC. Lo cual se me antoja harto improbable, por no decir imposible. De ahí que vaya a inclinarse por la pregunta más inconcreta, más abierta y, a un tiempo, más capciosa. Dicho en otras palabras: lo único seguro a estas alturas es que, de haber pregunta, esta no llevará otro signo de interrogación que el final.