El CAC (Consejo del Audiovisual de Cataluña) es uno de tantos organismos supuestamente independientes creados por nuestra clase política para que todo lo que realmente importa siga dependiendo de ella sin que se note en exceso. Por otra parte, y como sucede también con los demás organismos de esta índole, el CAC es un destino de oro para políticos sin cargo o cuyos servicios en primera línea han sido ya amortizados. Y en fin, por si no bastara con lo anterior, el CAC es un ejemplo palmario —basta repasar su actuación en los nueve años que lleva existiendo— de incompetencia y sectarismo. Por eso no puedo estar más de acuerdo con el Partido Popular de Cataluña (PPC) y Ciutadans cuando reclaman su cierre. La liquidación del CAC sería una medida higiénica, de una moralidad incontestable, y debería constituir un objetivo prioritario del tan ansiado proceso de regeneración democrática. Claro que en la vida hay que ser consecuente. Y si el PPC cree, en verdad, que el CAC está de más, lo primero que debe hacer es pedirle a Daniel Sirera, el exdiputado popular que forma parte del Consejo a propuesta del propio partido, que presente su dimisión irrevocable. No se puede ser corresponsable de una decisión y exigir, a un tiempo, la desaparición del organismo que la ha tomado. Es en estos detalles, precisamente, donde un partido gana credibilidad o termina perdiendo la poca que le queda.