Traía el otro día Le Monde un artículo de su corresponsal en Roma, Philippe Ridet, en el que se exponían las dificultades por las que pasa el actual propietario del club de fútbol Nápoles, Aurelio de Laurentiis —productor de cine, como su tío Dino—, a la hora de fichar jugadores. El problema no es, al parecer, el dinero. No, de eso hay a espuertas, y más teniendo en cuenta que el club acaba de vender a su estrella, el uruguayo Cavani, por un fortunón. El problema son las mujeres. Las mujeres —esposas o novias— de los futbolistas que De Laurentiis pretende fichar. Se niegan a ir. Dicen que la ciudad no es segura. Que los robos en hoteles, apartamentos y en plena calle constituyen el pan de cada día. Y que, puestos a escoger un blanco fácil, los delincuentes tienen tendencia a fijarse en ellas y sus familias. Ante estos argumentos, los jugadores, según admite el propio De Laurentiis, se echan atrás y el traspaso no se realiza. Aun así, salta a la vista que no todos los jugadores ni todas las mujeres que les acompañan reaccionan igual. Los españoles, por ejemplo, y las suyas. El Nápoles ha fichado este verano a dos futbolistas del Madrid, Callejón y Albiol, sin que las mujeres de uno y de otro se hayan opuesto a la operación. O sin que, como mínimo, hayan logrado impedirla. Eso, claro, si oposición ha habido. Porque tampoco cabe descartar que las cosas hayan ido de forma distinta y hayan sido las mujeres de los futbolistas quienes hayan insistido en cambiar de ciudad, de ambiente y de vida ante la reticencia de sus parejas. Lo único descartable es que no hayan intervenido.