Desde los tiempos ya lejanos de la Transición, Cataluña ha tenido su hombre en Madrid. Esa figura ha correspondido en todo momento al cabeza de lista de CIU al Congreso, incluso cuando no era esta la opción partidista más votada en las circunscripciones catalanas. Bien lo saben los socialistas del PSC, que, escudándose en los votos obtenidos, han reclamado repetidas veces el derecho a ser considerados –y, entre ellos, su cabeza de lista– los máximos representantes de la Autonomía en la capital del Reino, sin que jamás sus rogativas hayan sido atendidas –ni siquiera cuando el Gobierno de la Nación estaba presidido por supuestos correligionarios como Felipe González o José Luis Rodríguez Zapatero–. No, en Madrid no ha habido otro interlocutor reconocido para tratar de los asuntos catalanes que el que CIU ha ido designando en cada ocasión. O sea –salvando a Jordi Pujol, que enseguida se consagró al Gobierno de la Autonomía–, Miquel Roca, Joaquim Molins, Xavier Trias y Josep Antoni Duran Lleida. Curiosamente, los tres primeros –a Duran todavía no le ha llegado la hora– dejaron la portavocía en el Congreso para optar a la Alcaldía de Barcelona, empeño en el que los tres fracasaron –sólo Trias, en un segundo intento y a rebufo de la crisis económica, logró su propósito–. Pero lo más curioso es el prestigio que esos personajes tuvieron en Madrid mientras disfrutaron de residencia en la capital. A fuer de liberales, casi nadie recordaba que, además de españoles, eran catalanes. Un encanto de gente, educada, amable, cordial, comprensiva y hasta solidaria. Lástima que nunca aceptaran –que nunca aceptara Pujol, mejor dicho– ese ministerio que con tanta insistencia les ofrecieron los distintos presidentes del Gobierno de España. Habría sido la guinda. Y he aquí que luego, con el tiempo y ya lejos de Madrid, fueron tornándose –excepto Molins, que abandonó la actividad pública– unos seres permanentemente agraviados, con un deje de rencor, como si hubieran sido víctimas de una estafa. A Trias ya le han oído –otra cosa es que también le hayan entendido– en estos últimos meses, alardeando de estructuras de Estado y proclamando la necesidad de rememorar, a costa del erario público, la derrota de 1714 –para cuyos fastos ha nombrado, por cierto, a una suerte de comisario político que se refiere al antiguo Mercado del Born, donde yacen algunos restos de la Barcelona anterior al bombardeo de Felipe V, como «la zona cero»–. Y ahora es Roca, uno de los padres de la Constitución y abogado en curso de una hija del jefe del Estado, quien se despacha a gusto en el Parlamento de Cataluña afirmando que no le merece ningún respeto la opinión que pueda tener el Tribunal Constitucional sobre la futura ley de consultas catalana. Es más, ni sobre esta cuestión ni sobre ninguna otra, porque el problema no está en quienes lo componen –sus miembros le merecen, asegura, todo su «respeto personal»–, sino en la institución misma. Desde la sentencia del Estatuto catalán, nuestro constitucionalista ya no cree en el Constitucional. A esto se le llama, en el mejor de los casos, no saber perder. O acaso todo se reduzca a un malentendido: el de haber otorgado a esos catalanes en Madrid –dejemos por el momento a Duran el beneficio de la duda– una liberalidad que nunca han tenido. Si algo tienen de bueno las crisis, incluso las institucionales, es que se llevan por delante todas las máscaras.