Por supuesto, Esperanza Aguirre tiene todo el derecho del mundo a decir lo que piensa. Es más, está muy bien que exprese su indignación, hasta su cólera, ante unas revelaciones como las que Bárcenas administra a su antojo y que implican a la dirección de su propio partido en un caso de lesa corrupción. Y no sólo eso: está muy bien que exija a esa dirección de la que aún forma parte que reaccione, que no mire para otro lado, que diga qué sabe –porque algo ha de saber– de todo lo que está saliendo a la luz y que le afecta. Pero, al margen de ello, su postura resulta cuando menos sorprendente, por no decir insolidaria. Y no por aquello de lavar los trapos sucios en casa o por aquello de la imprescindible lealtad al partido. Aguirre –lo han recordado estos días algunos correligionarios– fue la máxima responsable del PP en Madrid y la presidenta de la propia Comunidad cuando estalló el llamado caso Gürtel, que salpicó de entrada a unos cuantos diputados populares en la Asamblea. Pero, sobre todo, Aguirre abandonó la Presidencia de la Comunidad cuando vio acercarse la tormenta. La de la crisis económica, en este caso, o sea, la de los ajustes y los recortes. Cuando se dio cuenta de que ya no podría gastar como lo había hecho hasta entonces y con la alegría de entonces, dejó el timón en manos de su segundo, Ignacio González –lo que significaba dejarle también el marrón–, y anunció que volvía a su plaza de funcionaria. Luego fichó por una empresa privada, con lo que parecía consumar ese alejamiento definitivo. Pero pronto se vio que no estaba dispuesta a dejar la política. Se mantuvo en su cargo de presidenta del PP en Madrid y desde allí ha seguido terciando en cuantas cuestiones le ha apetecido terciar. Está muy bien, insisto, pero los toros –esos toros que tanto le gustan–, hay que lidiarlos en la plaza, no verlos desde la barrera.