A expensas de lo que acabe desvelando la caja negra del tren o de lo que pueda aportar el propio maquinista en el interrogatorio al que va a ser sometido hoy mismo, parece que el trágico accidente de Santiago se debió a un error humano. Y ahí duele –más allá del dolor que todos sentimos por las víctimas y sus familiares–. Porque si algo parece difícilmente mejorable es la especie. Según ha trascendido, el conductor del tren –un hombre experimentado, con muchos años de servicio– dio negativo en el test de alcoholemia. No existe, pues, razón ninguna que permita entender por qué el maquinista tomó aquella curva a más del doble de la velocidad prescrita. Aparte de la que indica, claro, que al hombre le gustaba correr y se le fue la mano. Todos hemos subido alguna vez a un taxi, preferentemente nocturno, que nos ha llevado por las avenidas y las calles de la ciudad como si aquello fuera el circuito de Monza. O incluso a un autobús metropolitano de esos que toman las curvas derrapando, para desespero de los viajeros, en especial de la tercera edad. En semejantes casos uno tiene siempre la opción de interpelar al conductor, cuando no directamente la de pedirle que pare y bajarse. Pero, en un tren que, por lo demás, es normal que corra en determinadas partes del trayecto, ¿qué puede hacer un viajero? Ante la tragedia, ha habido ya quien ha procedido por elevación a la hora de buscar responsables. ¿Cómo es posible que alguien así pueda conducir un tren? Pues es posible, claro, como lo es en cualquier otro medio de transporte público, por más que en el proceso de selección y formación del personal se hayan tomado cuantas medidas parece aconsejable tomar. La pregunta, en realidad, debería ser otra: ¿cómo puede evitarse el error humano? Pues sólo mediante el perfeccionamiento de los sistemas de seguridad, o sea, mediante la inversión en ciencia y tecnología. Y, aún así, nunca se evitará del todo, por desgracia.