En el resto de la isla todavía hay quien la llama «Ciutat». Se trata de una reminiscencia y, en tanto que reminiscencia, de algo significativo. El término remite a la Ciutat de Mallorques de los tiempos de Jaime I y de sus sucesores. Pero, más allá de la historia, refleja a las mil maravillas la contraposición entre ciudad y campo, entre la capital y la llamada «part forana», entre Palma y lo que la envuelve y la complementa, incluso en su denominación oficial. Porque Palma de Mallorca es mucha Palma. El municipio concentra casi la mitad de la población de la isla —407.000 habitantes sobre un total de 876.000—, y lo que queda fuera de él alcanza raramente la condición de importante núcleo urbano. De ahí que, para el mallorquín de la parte foránea, Palma sea, a un tiempo, motivo de atracción y de repudio, de orgullo y de desprecio, de amor y de odio. Como todo lo que destaca y merece en verdad la pena.

Pero si Palma es mucha Palma, también son muchas Palmas. La cercada por las antiguas murallas y la que creció tierra adentro, hace ya más de un siglo, cuando aquellas fueron derribadas; la ciudad alta y la baja, delimitadas por el viejo cauce de la Riera, ocupado hoy por La Rambla y el Born; la monumental, concentrada básicamente intramuros, y la más o menos deforme, hija del «desarrollismo» de los sesenta y del primer «boom» turístico; la provinciana y la cosmopolita; y, en fin, la del frío y la del calor. Porque, con la llegada de la primavera, la ciudad experimenta una verdadera mutación, como si estuviera aguardando a que la luz del sol prolongue su presencia para ofrecerse de par en par. Entonces todo invita a perderse por su vasto casco antiguo, remodelado en las últimas décadas por la iniciativa pública y privada, con sus callejas medievales, sus patios renacentistas y barrocos, sus enormes palacios convertidos en residencias y hoteles de lujo, sus acogedoras plazuelas, su variada gama de iglesias y hasta su media docena de inaccesibles conventos de clausura. O a recorrer el inacabable paseo marítimo, bañado por la brisa y presidido, en su eje mismo, por esa imponente catedral gótica —la Seu, para los lugareños— que se alza majestuosa frente al mar.

Claro que nada como el verano para contemplar la ciudad en ebullición, sometida a toda clase de apetitos. Empezando por el de ese turismo que algunos han bautizado como «diesel» —al parecer, anda mucho y gasta poco— y que supone, aun así, el principal sustento de la isla; pasando por el de la otrora afamada «jet» y acabando por el de los propios palmesanos, que no desaprovechan, con la caída de la tarde, la ocasión de solazarse en una terraza cualquiera de las muchas que pueblan el lugar. Eso cuando unos y otros no optan por acercarse a la playa, siempre a mano, o por subir hasta el castillo de Bellver y abrazar con la mirada esa perla del Mediterráneo a la que los romanos pusieron, hace ya un montón de siglos y a saber por qué, el nombre de Palma.

A tiro hecho

Un barrio. El de Santa Catalina. Con el mercado como epicentro, constituye un espléndido concentrado de gastronomía y ocio que los residentes extranjeros han ido colonizando poco a poco.

Unas delicias. El steak tartare de la Bodeguita del Centro o las croquetas de sobrasada y el atún rojo con sésamo de La Poule Toquée. También las exquisitas tapas de Canela y Gaudeix.

Unas citas. Sa Llonja, Es Baluard, el fondo Anglada-Camarasa del Gran Hotel, el de arte contemporáneo de la Fundación Juan March y las dos buenas librerías de la ciudad, La Biblioteca de Babel –con su oferta añadida de vinos– y Literanta.