Aunque yo no he tratado con nacionalistas caracterizados por esa beligerancia contra los catalanistas, es posible que Toutain esté en lo cierto. Al fin y al cabo, la vida le ha llevado a tener que convivir, durante mucho más tiempo que yo, con esos especímenes de la tribu. En una palabra, conoce el percal. Ahora bien, incluso admitiendo que esta sea la tendencia dominante, dudo mucho que el catalanismo pueda considerarse un fenómeno meramente cultural. Es verdad que nació como tal, hace ya más de siglo y medio, pero pronto se revistió de ideología. Pronto, detrás del cultivo de la lengua y la literatura catalanas, apareció la nación. La nación cultural. Y no es extraño que el propio vocablo, «catalanismo», pasara a designar desde fines del siglo XIX y hasta la misma guerra civil el movimiento político. O sea, lo que hoy llamaríamos «nacionalismo». Este último término, si bien podía hallarse de vez en cuando en las publicaciones afines, era entonces de uso restringido. El catalanismo lo incluía todo. De ahí que incluyera el separatismo, y de ahí también que sus partes más conservadoras se refugiaran a menudo en el término «regionalismo» para no verse identificadas con su versión más radical.
Pero todo esto cambió con el franquismo. Para ser precisos, con el tardofranquismo –y luego ya, claramente, con la transición–. El catalanismo siguió incluyéndolo todo, pero dentro de él empezó a emerger el nacionalismo. Si el catalanismo podía identificarse, grosso modo, con el antifranquismo –por más que el franquismo se hubiera nutrido también de alguna de sus partes–, el nacionalismo representaba la versión pura del movimiento, o sea, la que no tenía –ni quería, en apariencia– ataduras con la política española. La que no dependía de Madrid, en definitiva. Fuera del nacionalismo, encarnado en CIU y ERC, quedaban, pues, el PSUC y el PSC. Y fue este último partido el que más reivindicó –en los años en que lo dirigieron Reventós y Obiols, y más tarde con Maragall– su carácter catalanista. Precisamente para distinguirse de la CIU de Pujol, a la que aspiraba a suceder algún día –o eso proclamaban sus dirigentes– en la gobernanza de la autonomía.
Así, resulta de lo más natural que Artur Mas, cuando todavía era candidato a la Presidencia de la Generalitat, ideara aquel remedo de asamblea constituyente de lo que ha devenido la Cataluña oficial de nuestros días y lo llamara, precisamente, la Casa Grande del Catalanismo. Se trataba de pescar en aguas seguras y, para eso, nada como las del catalanismo. El PSC, que encabezaba en aquella época el Gobierno autonómico, no participó, por supuesto, en la operación. Pero sí algunos de sus miembros, como por ejemplo el actual consejero de Cultura, Ferran Mascarell. Los vasos comunicantes entre catalanismo y nacionalismo no sólo lo permitían, sino que incluso invitaban a ello. Y este proceso ha seguido hasta hoy.
Yo comprendo la desazón de mi amigo Ferran Toutain. Él desearía –y quiero creer que, como él, muchos más– una cultura catalana que pudiera expresarse en cualquiera de ambas lenguas oficiales, sin que por ello uno fuera tildado de amigo o enemigo de la patria. Pero las cosas son como son. Y hoy en día la cultura de expresión catalana –y parte de la que se expresa en castellano– constituye tan sólo un triste apéndice del nacionalismo –o del catalanismo, que para el caso es lo mismo–. Siempre y cuando, claro está, pueda ser considerada cultura.