La figura de Alfonso Guerra es consustancial a la política española contemporánea. Ante todo, por su longevidad parlamentaria. Guerra es el único diputado que ha estado presente en los bancos del Congreso, sin interrupción ninguna, desde las primeras elecciones legislativas de 1977. Ha estado, pues, la friolera de diez legislaturas seguidas. Pero es que, además, si bien dejó de ser en 1991 –a raíz de su dimisión como vicepresidente del Gobierno de resultas del escándalo de corrupción en el que se vio envuelto su hermano Juan– el hombre todopoderoso y temible que tan bien retratara, en su ridiculez, Jorge Semprún en Federico Sánchez se despide de ustedes, nunca ha perdido esa labia llena de cinismo y a medio camino entre lo zafio y lo graciosillo que hace las delicias de sus correligionarios cuando se trata de machacar al rival político y que atrae, como la sangre a los tiburones, a los chicos de la prensa. Ayer mismo volvió a soltarse, por más que en este caso la víctima fuera un correligionario y sus palabras pudieran interpretarse incluso como un signo de respeto. Pero declarar que «debe haber algo que le afecta muy personalmente» para justificar que José Antonio Griñán vaya a abandonar a finales de agosto la Presidencia de la Junta de Andalucía es no decir nada y decir mucho a un tiempo. Sobre todo cuando a continuación se añade, en relación con la posible incidencia del caso de los ERE en la decisión de Griñán: «Yo no lo sé, él dice que no», en vez de contestar, rotundo, como haría un verdadero correligionario, que si él dice que no, es que no, que quién va a dudar, a esas alturas, de la honradez del compañero Griñán.

En la lengua de Alfonso Guerra hay siempre una reserva de veneno. Y justo es reconocer que el hombre la administra como nadie.

Dando guerra

    25 de julio de 2013