Resulta enternecedor imaginar
a todos estos chavales escribiendo, sin límite alguno –es decir, sin códigos, sin falsillas, sin ataduras–, lo que les sale de sus adentros. Enternecedor y estimulante. Por fin la letra sin sangre entra. Y aunque el modelo surgió, al parecer, de un escritor radicado en San Francisco, su expansión por Europa ha sido obra de distintas ONG, empezando por una irlandesa y siguiendo por una inglesa, una italiana, una española, una sueca y una austríaca. Natural: lo que nació en la antigua meca de la contracultura ha terminado acogiéndose, en su singladura europea, a la fórmula organizativa más alejada de todo lo reglado. Por otra parte, no estamos muy lejos, en cuanto al modelo, de las escuelas o talleres de escritura. Sólo que aquí, en vez de una ristra de mujeres de todas las edades, tenemos como alumnos a jóvenes de ambos sexos de entre 8 y 18 años, esto es, aún escolarizados. Por eso la iniciativa se plantea como «un antídoto (...) contra el dominio imperante de la televisión y un sistema educativo que ha sepultado la creatividad bajo la caza frenética al resultado y al examen».
Sobra decir que la idea es excelente. Lástima que choque con la realidad. Al menos aquí en España. Porque ya me dirán qué antídoto puede suponer en un país que lleva casi tres décadas sometido a un sistema educativo que ha prescindido en gran parte de los exámenes y donde lo que menos cuenta son los resultados. Sólo faltaría, pues, que la iniciativa cuajara por estos lares. Lejos de constituir un antídoto, me temo que produciría una verdadera intoxicación.
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Ayer, mientras yo estaba comentando en esta misma página
la primera parte de su destrucción nacional, Ferran Toutain escribía la segunda.
Aquí la tienen. Y vendrán más.