Existe una sensación bastante generalizada de fin de época. O de partida, por recurrir a Beckett. Sí, esto se acaba. Al menos para los españoles que, como Ramón de España, Artur Mas o un servidor, nacimos en 1956. (Por supuesto, la reflexión vale también para los años colindantes, no vaya a querer librase ahora quien yo me sé.) La vida está conformada por una serie de mojones que nos sirven de guía. Los franceses, que tienen nombres para todo, llaman a eso «un repère». Consiste, básicamente, en algo que está ahí, algo cuya presencia tranquiliza en la medida en que permite orientarse y sentirse, para bien o para mal, parte de un todo conocido. Esos asideros pueden ser de lo más variopinto. Así, un determinado concepto de familia; o un sistema político bipartidista; o un programa de televisión excepcionalmente longevo; o un paisaje al que todavía no le ha llegado la hora del incendio; o la enseñanza tradicional; o la silenciosa soledad de una sala de cine. Cuando todo eso desaparece o amenaza con desaparecer –y da igual lo que se ofrezca como sustituto–, uno tiene la sensación de que se ha cerrado una puerta para siempre. Hoy leo que Rodiezmo, c'est fini. ¡Rodiezmo! La foto. Alfonso Guerra, con el puño alzado y el pañuelo rojo anudado al cuello, marcando, desde hace 34 septiembres, el fin del verano y el inicio del curso político. Pues se acabó. El año pasado fue el último. Y sin que a uno le dejen despedirse como corresponde.