Lo que no quita, claro, gravedad alguna al problema. Sólo lo plantea en sus justos términos. Unos términos que tampoco deberían adquirir necesariamente tintes dramáticos. Como los que aparecen, por ejemplo, en esos reportajes de jóvenes que, una vez completados sus estudios, deciden marcharse al extranjero. A menudo, los medios de comunicación presentan esos casos como si estuviéramos reviviendo el «vente a Alemania, Pepe» de los cincuenta y sesenta. Y no es así. En primer lugar, porque los que se marchan suelen ser gente con estudios, aunque muchas veces acaben empleándose, allí donde aterrizan, en tareas más bien subsidiarias. Y, sobre todo, porque, lo confiesen o no, esos jóvenes son, ante todo, jóvenes. O sea, personas con ganas de salir del nido, de viajar, de conocer mundo, mucho más que demandantes de empleo. Por eso el término «emigración» con el que se acostumbra a identificarles resulta bastante inapropiado. Lo suyo es, en verdad, una expatriación, una expatriación gustosa. Muy parecida –salvando las distancias económicas, eso sí– a la de esos futbolistas españoles de su edad o un pelín mayores que pueblan en estos momentos las grandes Ligas europeas y que algunos han calificado ya de Marca España. Aunque no seré yo, Dios me libre, quien proponga incluir también a nuestros vástagos en tan preciada marca. Una cosa es que se larguen a gusto; otra, que deban acarrear en su peregrinaje el dudoso honor de estar representando a su país.
Todo el mundo parece coincidir en España en que uno de los grandes males del país es el paro juvenil. Según el Eurostat, ese paro era del 56% en junio, lo que significa que el 56% de los jóvenes de entre 16 y 24 años que forman parte de la llamada población activa no tenían trabajo. Pero esa población activa no representa al conjunto de la población española –y menos en esa franja de edad–; sólo a las personas que están trabajando o están buscando trabajo –oficialmente, claro–. De ahí que nuestro paro juvenil se reduzca de modo considerable si tomamos como referencia el total de los jóvenes españoles con edades comprendidas entre 16 y 24 años; en vez de un 56%, es de un 22%. El 78% restante se encuentra todavía, en su inmensa mayoría, estudiando.
Lo que no quita, claro, gravedad alguna al problema. Sólo lo plantea en sus justos términos. Unos términos que tampoco deberían adquirir necesariamente tintes dramáticos. Como los que aparecen, por ejemplo, en esos reportajes de jóvenes que, una vez completados sus estudios, deciden marcharse al extranjero. A menudo, los medios de comunicación presentan esos casos como si estuviéramos reviviendo el «vente a Alemania, Pepe» de los cincuenta y sesenta. Y no es así. En primer lugar, porque los que se marchan suelen ser gente con estudios, aunque muchas veces acaben empleándose, allí donde aterrizan, en tareas más bien subsidiarias. Y, sobre todo, porque, lo confiesen o no, esos jóvenes son, ante todo, jóvenes. O sea, personas con ganas de salir del nido, de viajar, de conocer mundo, mucho más que demandantes de empleo. Por eso el término «emigración» con el que se acostumbra a identificarles resulta bastante inapropiado. Lo suyo es, en verdad, una expatriación, una expatriación gustosa. Muy parecida –salvando las distancias económicas, eso sí– a la de esos futbolistas españoles de su edad o un pelín mayores que pueblan en estos momentos las grandes Ligas europeas y que algunos han calificado ya de Marca España. Aunque no seré yo, Dios me libre, quien proponga incluir también a nuestros vástagos en tan preciada marca. Una cosa es que se larguen a gusto; otra, que deban acarrear en su peregrinaje el dudoso honor de estar representando a su país.
Lo que no quita, claro, gravedad alguna al problema. Sólo lo plantea en sus justos términos. Unos términos que tampoco deberían adquirir necesariamente tintes dramáticos. Como los que aparecen, por ejemplo, en esos reportajes de jóvenes que, una vez completados sus estudios, deciden marcharse al extranjero. A menudo, los medios de comunicación presentan esos casos como si estuviéramos reviviendo el «vente a Alemania, Pepe» de los cincuenta y sesenta. Y no es así. En primer lugar, porque los que se marchan suelen ser gente con estudios, aunque muchas veces acaben empleándose, allí donde aterrizan, en tareas más bien subsidiarias. Y, sobre todo, porque, lo confiesen o no, esos jóvenes son, ante todo, jóvenes. O sea, personas con ganas de salir del nido, de viajar, de conocer mundo, mucho más que demandantes de empleo. Por eso el término «emigración» con el que se acostumbra a identificarles resulta bastante inapropiado. Lo suyo es, en verdad, una expatriación, una expatriación gustosa. Muy parecida –salvando las distancias económicas, eso sí– a la de esos futbolistas españoles de su edad o un pelín mayores que pueblan en estos momentos las grandes Ligas europeas y que algunos han calificado ya de Marca España. Aunque no seré yo, Dios me libre, quien proponga incluir también a nuestros vástagos en tan preciada marca. Una cosa es que se larguen a gusto; otra, que deban acarrear en su peregrinaje el dudoso honor de estar representando a su país.