Más allá de que la reforma del sistema de contratación laboral estaba en el programa electoral del partido y los programas, en especial si son electorales, hay que cumplirlos, lo que tiene de bueno la reducción de las modalidades de contratos es precisamente la reducción. O sea, el convencimiento de que las cosas van a funcionar mejor por vía de asociación y de reunión; de conjunción, en suma, que recurriendo a la disgregación y a la dispersión sin límites. ¿Por qué existen en estos momentos 41 modalidades de contratos en nuestro ordenamiento laboral pudiendo existir –según afirman quienes entienden del asunto– tan sólo cinco? Porque, a partir de un determinado momento, cada caso particular ha sido elevado a categoría. Como si la administración fuera un inmenso zoco regido por la ley de la oferta y la demanda donde lo que en verdad importa es adaptarse a los gustos –incluso a los más nimios– del consumidor a fin de colocar el producto. Esa dictadura de la diversidad, que ha traído aparejado el rechazo de lo homogéneo, de lo semejante, no es sólo un reflejo de los tiempos relativistas que vivimos, en los que todo lo «multi» tiene valor de ley, sino que en nuestro caso, por la singularidad del sistema político que nos dimos hace cosa de siete lustros –heredero de tantas desgracias civiles y, en consecuencia, procurador de un sinfín de bálsamos redentores–, se ha acrecentado bárbaramente hasta alcanzar niveles intolerables. No queda más remedio, pues, que cortar. Es decir, que agrupar. Y tanto da que sean contratos laborales, autonomías, administraciones, grados universitarios o pabellones deportivos. La fórmula no puede ser más sencilla –cuando menos para lo público–: donde uno basta, dos sobran. Y así en toda ocasión.