Cuando un dirigente político español afirma que abandona un alto cargo –por propia iniciativa o porque así lo han dispuesto los ciudadanos con su voto– pero no la política, ello no significa que en adelante vaya a enfundarse el traje de militante de base o de grado medio. No, por lo general significa que lo van a meter en un puesto seguro de la lista del partido para las Europeas o que le van a reservar un asiento en el Senado. Los que han sido presidentes de Autonomía suelen optar por la segunda vía. Así, por ejemplo, el gallego Manuel Fraga en otro tiempo, o el catalán José Montilla y el balear Francesc Antich en el presente. Dícese ahora que este va a ser también el destino del andaluz José Antonio Griñán, aunque en su caso puedan concurrir asimismo otras razones. Sea como fuere, ahí está el Senado para recoger los restos del naufragio. Porque el Senado, aparte de caer más cerca y no obligar, por lo tanto, a un cambio drástico de vida, posee una indiscutible ventaja. No sólo se vaguea mucho más que en Estrasburgo –lo que ya es vaguear–, sino que encima uno puede incorporarse al puesto de forma inmediata. El que la Cámara, además de estar compuesta por senadores electos, lo esté por senadores designados por los Parlamentos autonómicos permite que el cesante pendiente de destino sea elevado en un santiamén a la noble condición senatorial por sus propios correligionarios y mandado a la capital del reino a calentar bancada y seguir cobrando, por supuesto, la correspondiente soldada pública.

Decididamente, si la reforma política deben emprenderla quienes ejercen en estos momentos el oficio en España, aviados estamos.

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Una acotación a mi nota de ayer. En el supuesto de que la consulta soberanista llegara a realizarse de común acuerdo con el Gobierno del Estado y requiriera, para ser válida, de una participación del 50% como mínimo, lo primero que habría que ver es si el porcentaje necesario para dar validez al «sí», en caso de victoria, era también del 50% o si, como ha sugerido en más de una ocasión el propio presidente Mas, se situaba en torno al 66% de los votos emitidos, o sea, en una mayoría de dos tercios. De ser también de un 50%, es evidente que los contrarios a la secesión de Cataluña deberían movilizarse por la abstención –confiados en buena medida en el escaso 49% de participación del referendo por el Estatuto de Autonomía de 2006–, porque hacerlo por el «no» resultaría enormemente arriesgado, dada la altísima posibilidad de que el voto afirmativo superara el 50%. En cambio, si el umbral de validez estuviera establecido en torno al 66% de los votos favorables a la independencia, lo más aconsejable para quienes se oponen a ella sería votar «no», dada también la altísima posibilidad de que el voto contrario a la secesión alcanzara por lo menos el 33%.

Abandonar el cargo

    27 de agosto de 2013