Todos tenemos nuestros pequeños momentos de felicidad. En lo que a mí respecta, uno de estos momentos coincide con el acto de desayunar en un hotel. Por supuesto, la existencia del momento dependerá del desayuno, que es como decir que dependerá del hotel. Pero, en fin, supongamos que uno y otro están a la altura. Y supongamos también que el establecimiento dispone de unos cuantos periódicos del día. Pues bien, así las cosas, mi felicidad será completa. A menos que en la sala haya música. Cualquier música. Da igual que sea clásica o moderna, jazz, punk, latina, country, flamenco o hip hop. Es música, y con eso basta.

No vayan ahora a creer que, entre mis fobias, está el arte de las musas. En absoluto. Sólo que me gusta elegir —el qué y, sobre todo, el cuándo—. Del mismo modo que no soportaría tener que oír, mientras desayuno, la lectura de un poema o de un trozo de novela simplemente porque alguien se empeña en ello, no veo por qué tengo que aguantar esa música ambiente. Y más cuando hasta hace bien poco no era así. Al menos en los hoteles. Estaba el bar, es cierto, pero la cosa no pasaba de allí. Ahora la invasión es un hecho —restaurante, pasillos, lavabos, ascensores—, y ya únicamente se salva del asedio la habitación. Hasta nuevo aviso.

En realidad, es como si, dando entidad a la vieja metáfora del hilo musical, la sociedad hubiera tirado del hilo hasta la náusea. A estas alturas, dudo que quede todavía algún espacio público libre de música. Entren en cualquier tienda de ropa y encontrarán el chimpum chimpum de rigor. Si residen en una ciudad provista de metro, acérquense a él. Una vez superados los músicos ambulantes que llenan los pasillos y se ganan la vida como pueden, llegarán a un andén donde muy probablemente les aguarde también la música —eso sí, enlatada—. Aterricen en un vestíbulo de aeropuerto, dense una vuelta por una gran superficie comercial, acudan a la consulta del médico; tres cuartos de lo mismo. Miren cómo estará el asunto que hasta en La Moncloa —el espacio público por excelencia, pues allí reside el presidente del Gobierno—van a instalar, si no lo han hecho ya, unos retretes tuneados. Luego que nadie se extrañe de que la SGAE, aun en tiempos de crisis, siga reclutando espías para aumentar sus ganancias.

Ignoro a qué debemos esa pandemia. Pero intuyo que algo tendrá que ver con la creencia de que la música, aparte de amansar las fieras, acompaña y hace la vida más llevadera. Una creencia que no anda muy lejos, por cierto, de la que empujaba a Balbina en «Un día volveré», la gran novela de Marsé, a plantarse ante su cuñado Jan Julivert, que estaba leyendo, y a darle conversación. No fuera cosa que el pobre se aburriera.

ABC, 28 de diciembre de 2008.

Con la música a otra parte

    28 de diciembre de 2008
Hace unos días que circula por esas redes de Dios un «Manifiesto en defensa de la obra de Mercè Rodoreda», firmado en primera instancia por Xavier Lloveras e Isabel Olesti y al que se han adherido ya, según parece, una treintena de autores, críticos y traductores. Pues bien, he leído el texto y no acierto a comprender cómo plumas tan respetables, empezando por las de los primeros firmantes, han podido suscribirlo. O sí.

El manifiesto, como su nombre indica, sale en defensa de la obra de la todavía —y por muchos años, me temo— mejor novelista de la literatura catalana. Lo cual significa que hay de qué. De qué defenderse, quiero decir. A juzgar por las razones expuestas, existen dos tipos de agresores. Por un lado, Edicions 62, la casa editora de parte de la obra. Por otro, el Institut d’Estudis Catalans, albacea de la escritora, que ha delegado en la figura de Joaquim Molas, y vicariamente en la de Carme Arnau, el cometido de velar por el estudio, la edición y la difusión de su legado literario. Así las cosas, el problema está en saber si la voluntad expresada por Rodoreda en vida de no volver a editar sus primeras obras —entre ellas, varios cuentos y novelas— debe ser mantenida 25 años después de su muerte, y más teniendo en cuenta que dicha voluntad no figuraba en documento alguno que pueda considerarse, a efectos testamentarios, vinculante. O en otras palabras: el problema está en saber si en la actual edición de sus obras completas puede incluirse un volumen con todas las obras primerizas de la autora.

Pues claro que puede incluirse. Más, incluso: debe incluirse. Esas obras existen, aunque sólo hayan estado hasta ahora al alcance de unos pocos, en algunas bibliotecas y en determinadas librerías de viejo. ¿Tiene derecho a leerlas el gran público? Por supuesto. La única condición es que estén bien editadas, lo que conlleva que figure en algún sitio la indicación de que la autora no quiso volverlas a publicar en vida. Eso mismo debería hacerse, pongamos por caso, con la «Historia de la Segunda de República» de Josep Pla. Lo cual, dicho sea de paso, no haría más que completar una labor emprendida desde hace tiempo por Ediciones Destino con la publicación del primigenio «quadern gris» —que será completada dentro de poco con la edición crítica de la obra homónima— y con el rescate de un sinfín de textos periodísticos que jamás se habían recogido en volumen. Y todo eso a pesar del propio Pla, que consideraba su segunda «Obra completa». la de Destino, como indefectiblemente definitiva.

Ahora bien, el manifiesto en cuestión sí tiene una razón de ser: la denuncia del monopolio que Molas y su vicaria ejercen sobre la obra y los papeles de Rodoreda, y sobre tantos otros asuntos. Pero eso requeriría otro texto. Y otro título. Por ejemplo, «Manifiesto en contra de Joaquim Molas». Sobra decir que, en tal caso, y si así lo desean, sus promotores pueden contar con mi firma.

ABC, 27 de diciembre de 2008.

Rodoreda y su memoria

    27 de diciembre de 2008
La Administración, ese pulpo que vela —o asegura velar— por todos nosotros, no para de echar cuentas. Ya sean los turistas y sus pernoctas; ya los manifestantes y sus marchas; ya los enfermos y sus esperas hospitalarias, el caso es contar. Y tenernos contados. Lo cual, por cierto, no debería extrañarnos. Un Estado ha de saber con quien se las ve. Al igual que hemos de saberlo nosotros, los ciudadanos, que es como decir que hemos de exigir a ese Estado la máxima transparencia. En este sentido, nada hay más transparente, más unívoco, más irremediable, que una cifra.

Ahora bien, existen maneras y maneras de contar. O de presentar las cifras. En lo tocante, por ejemplo, a la violencia doméstica, una cosa es ofrecer las estadísticas globalmente, sin diferenciación ninguna, y otra muy distinta especificar también la nacionalidad de víctima y verdugo. O, lo que es lo mismo, una cosa es impedir que afloren determinadas tradiciones culturales y otra muy distinta dejarlas aflorar. No hace falta indicar dónde está la máxima transparencia.

Algo parecido ocurre con las cifras del paro, aunque la distorsión, aquí, sea de otra índole. Se puede calcular el número de parados como se ha venido haciendo hasta la fecha o se puede cambiar de método. ¿Cómo? Pues eliminando del cómputo a los desempleados que asisten a cursos de formación o sugiriendo que los prejubilados pierdan la condición de parados. En ambos casos —como bien sabe el ministro Corbacho, promotor de las medidas—, las cifras del paro van a reducirse. Y semejante rebaja, en tiempos de crisis y destrucción de empleo, es, para cualquier político, una suerte de bendición.

Pero toda esta picaresca numérica no admite comparación con la que se da en ciertas regiones de China. Desde hace ya muchos años, la ley compele al ciudadano a incinerar a sus muertos. Nada de enterrarlos, pues. Nada de obedecer a las creencias, que anuncian para ellos, en caso de entierro, una nueva existencia en el más allá y, para sus descendientes, unas mejores condiciones de vida. Con tanta gente y tan poca tierra, sólo falta que encima la ocupen los muertos, piensan las autoridades. De ahí que no admitan desajustes: tantas defunciones, tantas incineraciones. Pero, claro, que las autoridades prescriban la cremación no significa que las familias la practiquen. Al menos con quien deberían. Parece que en los últimos años han proliferado las bandas que secuestran y asesinan. Y el consiguiente tráfico de cadáveres. Y parece que las familias, para no traicionar sus creencias ni incumplir la ley, entierran al propio y queman al extraño.

Pero lo más gordo no es eso. Lo más gordo es que la Administración no hace nada. Como le salen las cuentas…

ABC, 21 de diciembre de 2008.

Echando cuentas

    21 de diciembre de 2008
Puede que alguno de ustedes se haya visto en alguna ocasión en el trance de tener que hablar en público. Una conferencia, por ejemplo. O el acto de presentación de un libro, bien como autor, bien como glosador. O incluso una clase, de esas que se impartían antes en los institutos y que muy pronto, por obra y gracia del proceso de Bolonia, ni siquiera van a impartirse ya en la universidad. Pues bien, de ser usted uno de estos individuos, seguramente se habrá encontrado alguna vez con la sala casi vacía. Tan vacía, que le habrá bastado con una simple ojeada para saber si los presentes eran trece o catorce. Se trata de una sensación bastante desagradable. Aunque uno procure reponerse y cumplir lo mejor posible con su cometido, no hay duda que la falta de público acabará condicionando, poco o mucho, su intervención.

Si ello es así para las personas normales, figúrense lo que será para un político. Un drama. Un desastre. La hecatombe. Téngase en cuenta que, en este caso, la prensa se dejará caer por allí y dará noticia del hecho. De ahí que los políticos y quienes les secundan intenten por todos los medios evitarlo. ¿Cómo? Muy fácil: llamando a somatén. A la militancia, en primer término, que para eso está. Y, si no, a los cargos del partido, que para eso cobran. Ocurre, sin embargo, que esos cargos, cuando el partido en cuestión ejerce el poder, lo son también de la Administración. Cargos de confianza, les llaman. Y ocurre que, en esa Administración, se relacionan, jerárquicamente, con funcionarios cualificados. Como es natural, el día en que esos cargos de confianza tienen que llenar una sala porque el político al que sirven presenta un plan de choque, o hace balance, o elucubra por un tubo, echan mano del personal más cercano. O sea, de los funcionarios cualificados. Da igual si son o no militantes. Poco importan sus simpatías políticas. Se les conmina a asistir, so pena de verse relegados, en un futuro, a tareas mucho menos lustrosas. O, lo que es lo mismo, mucho menos retribuidas.

Así las cosas, a nadie debería extrañar lo sucedido el jueves de la pasada semana en el Auditorio del Macba. El consejero Saura conferenciaba sobre «La modernización social y ecológica de Cataluña» y alguien de su Departamento tuvo la feliz idea de enviar una directriz interna a una veintena de guapos Mossos, de inspector para arriba, para que acudieran al acto. ¿Había que llenar, no? El problema es que los agentes iban uniformados y eran todos de alta graduación. Vaya, que, además de hacer bulto, cantaban. La inexperiencia, sin duda. A Convergència i Unió, como es lógico, le ha faltado tiempo para denunciar semejante práctica. Lleva razón. Y más llevaría si hubiera aprovechado la ocasión para reconocer que, durante los largos años en que gobernó la Generalitat, hizo lo propio. Eso sí, sus funcionarios, Mossos o no, iban entonces de paisano. Lo que no quita, claro, que aplaudieran con el mismo ahínco.

ABC, 20 de diciembre de 2008.

La conferencia de Saura

    20 de diciembre de 2008
Parece que hay un hombre, en el mundo, llamado Josep Antoni Teixidó. En fin, hombres con este nombre habrá más de uno, seguro. Sólo que este ha sido noticia, noticia fresca y catalana. Les cuento. Josep Antoni Teixidó es el inventor de un reloj de pulsera que da la hora en catalán. Ah, un reloj parlante, dirán ustedes. No, no, nada de eso. Un reloj silente. Un aparato digital, como los que lleva tanta gente en la muñeca. Ah, es que Cataluña está fuera de huso, añadirán. Hombre, según como se mire, no hay duda que Cataluña está fuera de uso, pero en lo tocante al huso horario, y hasta nueva orden, los catalanes siguen compartiendo el del resto de los españoles, gallegos incluidos. Entonces, ¿qué demonios es eso de la hora catalana?

Pues otro de los hechos diferenciales en que se asienta la nación cultural. Los catalanohablantes de pura cepa, en vez de decir «las dos y cuarto» o «las seis menos cuarto», dicen —en catalán, claro— «un cuarto de tres» y «tres cuartos de seis», respectivamente. Pero, no contentos con esto, son capaces de referirse a la hora con un alambicado «medio cuarto de nueve» allí donde cualquier español emplearía «las ocho y doce» o «las ocho y trece», según lo que marcara la manecilla, o de usar la fórmula «dos cuartos y medio de diez» para indicar que son «las diez menos veintidós» o «menos veintitrés». Y todavía hay otras combinaciones posibles, como «tres cuartos de quince», por ejemplo, cuya descripción les ahorro para no abrumarles.

No vayan a creer, de todos modos, que la otra forma de decir la hora, la coincidente con la castellana, no sea lícita. Lo es, qué duda cabe. Pero no es tan catalana como la de los cuartos —y perdón por la anfibología—. De ahí que Josep Antoni Teixidó haya fabricado lo que ha fabricado. Gracias al Horacat —que así se llama, claro, el invento—, los catalanes podrán a partir de ahora consultar la hora sin minusvalía ninguna. En un extremo de la pantalla del reloj les aparecerá la solución numérica habitual, la que poseen todos los relojes del mundo, y debajo, en letras de molde, la fórmula de marras.

Aun así, el inventor no debería hacerse ilusiones. He leído que califica el sistema de «propio e identitario de los Països Catalans». Nada más falso. En las Islas Baleares y en la Comunidad Valenciana no han recurrido nunca a los cuartos. Ni van a recurrir, por lo que más vale que no pierda el tiempo y centre su campaña en la población catalana. Y, ya puestos, que empiece por José Montilla. Además de ser la primera autoridad del Principado, está en periodo de aprendizaje y es capaz de recomendar el invento a todos los ciudadanos. Aunque sólo sea para no sentirse tan solo al dar y pedir la hora.

ABC, 14 de diciembre de 2008.

La hora catalana

    15 de diciembre de 2008
Es posible que la condición de primario que le adjudicó José Bono sea la que más convenga al diputado Joan Tardà. Por supuesto, no en la acepción de «principal, esencial», sino más bien en la de «primitivo, poco civilizado», esto es, «rudimentario, elemental, tosco». Aun así, que el presidente del Congreso recurriera a semejante vocablo para tratar de excusar los exabruptos de su compañero de fatigas parlamentarias, plantea algunos interrogantes. Para empezar, uno se pregunta qué hace alguien así —alguien capaz de reclamar, voz en grito, la muerte del Borbón y de tildar al Tribunal Constitucional de corrupto— en el Congreso de los Diputados. Iba en las listas, dirán. Ha sido elegido democráticamente, precisarán. Sin duda. Pero alguien incapaz de controlar sus instintos y de respetar las normas que han hecho de él un diputado no merece seguir viviendo a costa del erario público.

Y luego está la cultura. La que se le supone. Si todavía fuera un analfabeto —un primario muy primario, para entendernos—, uno podría hacerse cargo de determinados desatinos, como el de confundir la Guerra dels Segadors contra Felipe IV con la Guerra de Sucesión contra Felipe V —o sea, a un Austria con un Borbón—, que es lo que hizo el diputado Tardà la misma noche de autos cuando trató de justificar a un medio de comunicación la pertinencia de sus proclamas —al día siguiente se corrigió, o se lo corrigieron—. Pero no es este el caso. Cuando menos a juzgar por la licenciatura en Filosofía y Letras que dice acreditar, e incluso —aunque aquí uno ya no las tiene todas consigo, dado el chusquerío reinante— por la cátedra de Lengua y Literatura Catalanas que le espera, si un día deja el cargo, en un instituto de enseñanza secundaria.

Sea como fuere, la zapatiesta originada por la intervención del diputado Tardà, cual portentoso macho cabrío, en el aquelarre organizado por las juventudes de su partido el pasado Día de la Constitución ha traído cola. La primariedad tiene esas cosas. Por ejemplo, que a uno sólo le entiendan y le jaleen los de su misma condición. Y que los demás, secundarios y terciarios, o callen —sobre todo si son catalanes— o se enojen y exijan, en consecuencia, algún correctivo medianamente reparador. Por de pronto, el diputado Tardà ha seguido hablando. Es de agradecer. Entre otras cosas, porque ha dicho una gran verdad. Que los medios, esos que, según él, le criminalizan, habían sacado sus palabras de contexto. Y, en efecto, eso hicieron los medios. Y, en general, el común de la gente que a través de estos medios interpretó sus palabras. Todo el mundo pensó que estábamos en diciembre de 2008, celebrando el treinta aniversario de la aprobación en referéndum de nuestra Carta Magna. Y que el acto y la soflama del diputado Tardà tenían lugar en este mismo contexto.

Pues no. Nada más erróneo. La política catalana lleva mucho tiempo instalada en el pasado. A veces es la Edad Media. A veces 1714. A veces 1931 o 1936. Y las más de las veces es el franquismo, ese magma incorpóreo y recurrente. Cualquier manifestación de un político catalán se produce, por lo general, con el báculo del pasado. De no ser así, difícilmente se tendría en pie —y la afirmación vale lo mismo para el acto de habla que para el político que lo ejecuta—. Por eso el diputado Tardà no miente cuando asegura que sus palabras fueron sacadas de contexto. Lo fueron. Él estaba entonces, como suele, dándose una vuelta por el pasado. Si me apuran, en pleno delirio, defendiendo la ciudad de Barcelona contra las huestes del Borbón. Y aunque su caso, justo es reconocerlo, resulta algo extremado, sus compañeros de partido no le van a la zaga. Repasen lo dicho a lo largo de estos últimos años por los Carod, Puigcercós, Ridao, Huguet, Benach, Puig y compañía, y se convencerán de ello.

Y no es sólo Esquerra Republicana quien le da al manubrio del tiempo. También Iniciativa per Catalunya, la formación liderada por los dos Joans, Saura y Herrera. Una y otra comparten el honor de ser las únicas fuerzas políticas en activo —en el caso de Iniciativa, con el PSUC en la trastienda, hibernando ma non troppo— que fueron arte y parte en nuestra guerra civil. Y que la perdieron, qué casualidad. Con todo, las formas no son las mismas. Así como los comunistas de ayer siguen empeñados en forzar la ley hasta el paroxismo con el afán de reescribir el pasado —la llamada Ley de la Memoria Histórica y, en Cataluña, el Memorial Democrático no son otra cosa, al cabo—, los independentistas de Esquerra, aun sin hacerle ascos al procedimiento parlamentario, prefieren otras vías. Y es que su objetivo no es tanto reescribir el pasado como borrar el presente. Y si puede ser de un plumazo. De ahí su querencia enfermiza por el fuego. La pira funeraria levantada la víspera del Día de la Constitución frente al Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona por los cachorros republicanos, y el consiguiente encendido del ataúd constitucional, no sólo puso un digno broche a la ardorosa intervención del diputado Tardà, sino que se inscribió en la larga serie de incineraciones que las juventudes del partido vienen realizando, con la aquiescencia y el aplauso de sus mayores, de un tiempo a esta parte. Baste recordar las ya tradicionales quemas de banderas españolas, o las más recientes de fotografías con el retrato del Rey y la Reina.

Al fin y al cabo, este es el presente que desearían borrar. El del Estado de Derecho, el de la única democracia verdadera de que ha disfrutado este país en toda su historia; en una palabra, el de la España constitucional, representada por la bandera, la Corona y la propia Constitución. La negación de estos símbolos, su destrucción sistemática, no tiene, en el fondo, otro fin. En este sentido, la instalación del partido y sus jerifaltes en ese falso pasado, en esa República de sus amores de la que nada saben más allá del mito y a la que añaden, como una suerte de dobladillo, el ensueño de un Estado catalán, no es más que un burdo recurso. Tan burdo como absurdo. Pero resulta. Al menos para ese quince por ciento de electores catalanes que suelen confiarles su voto en las elecciones autonómicas.

En cuanto al resto de las fuerzas políticas, empezando por Iniciativa per Catalunya y siguiendo con los socialistas de Montilla y los convergentes de Mas, no parece que el comportamiento de sus aliados pasados, presentes o futuros, esto es, de los republicanos, les incomode lo más mínimo. A juzgar por sus reacciones, lo que en verdad les incomoda, e incluso les sulfura, es la hipotética respuesta del Estado. Y es que ellos también viven del pasado y de sus conflictos, de la constante evocación de una España felizmente enterrada que no guarda relación ninguna con la actual. Tal vez la máxima expresión de esa locura retrospectiva sea el proyecto de Estatuto de Autonomía que las cuatro formaciones políticas aprobaron el 30 de septiembre de 2005 en el Parlamento catalán y que las Cortes Generales tuvieron a bien cepillar en parte. La prenda está ahora en manos de ese Tribunal Constitucional que el diputado Tardà no ha dudado en calificar de corrupto. Confiemos en que acabe de pasarle el cepillo. Que es como desear que lo que salga de su sabio proceder remita, en la medida de lo posible, al presente.

ABC, 14 de diciembre de 2008.

Borrar el presente

    14 de diciembre de 2008
En España la confrontación política está tomando un cariz singular, por lo que conviene dedicarle algunas líneas. Pero, antes de entrar en materia, dos precisiones. Por un lado, hablo de confrontación, no de debate; hace mucho tiempo que en la política española no se debate nada, pues, para eso, haría falta un nivel del que carecen la inmensa mayoría de nuestros cargos públicos. Por otro, hablo de España y eso incorporaría, en buena lógica, Cataluña; pues no, no la incorpora: y es que en la política catalana, por no haber, ni siquiera hay confrontación.

Así las cosas, bueno será empezar por definir en qué consiste esa singularidad a la que me refería al principio. Consiste en un doble movimiento, de carácter inverso según lo ejecute el partido en el Gobierno o el principal partido de la oposición. En el primer caso, el movimiento es de atenuación; en el segundo, de intensificación. Cojamos un ejemplo, entre los más recientes. El alcalde de Getafe y presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias, el socialista Pedro Castro, se pregunta en un acto público por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota a la derecha. Luego, ante el revuelo, matiza, rectifica, se disculpa, pide perdón incluso a quien se haya sentido ofendido. ¿Y qué hace el Partido Popular? De entrada, exige una rectificación, una disculpa pública. Luego, ante el revuelo, reclama la dimisión de Castro como presidente de una Federación que agrupa a todos los municipios y provincias de España, estén o no gobernados por tontos de los cojones.

Ese doble movimiento, en el que el PSOE es casi siempre el que tira la primera piedra, no se había producido nunca en España. Durante la legislatura anterior, los socialistas ya habían practicado en no pocas ocasiones esas artes barriobajeras; pero el PP había contestado siempre con artes parecidas. Es lo que Zapatero y Gabilondo bautizaron como «la tensión» y que tanto convenía, al parecer, a ambos. Lo nuevo, pues, es la reacción los populares. Se niegan a responder a la provocación. No diré que pongan la otra mejilla, pero casi. Sólo que esa estrategia dura lo que dura. Es decir, lo que las circunstancias permiten. Y las circunstancias las marca la opinión pública. Cuando esta empieza a considerar que los afectados, encima, ni siquiera responden como es debido al insulto o la calumnia, los afectados no tienen más remedio que intensificar su respuesta, so pena de pasar, pobres, por tontos de los cojones.

Lo que no está claro es a quién favorece ese doble movimiento. A juzgar por las encuestas, al PP, que ha alcanzado ya al PSOE en intención de voto y hasta lo ha superado. Pero mucho me temo que ese «sorpasso» demoscópico refleja tan sólo el desgaste ocasionado por la crisis. Vaya, que, en lo tocante a la confrontación política, para el común de la gente la cara amable sigue correspondiendo a los socialistas. Esto es, a los que suelen rectificar y no a los que terminan por enfadarse.

ABC, 13 de diciembre de 2008.

La singularidad española

    13 de diciembre de 2008
Aunque es historia vieja y algo trillada, no queda más remedio que volver a ella. Y no porque lo dicho y oído no sea, en general, pertinente, sino porque olvida, a mi entender, lo esencial. Me refiero a la creación de un Ministerio del Deporte, que el presidente Rodríguez Zapatero, haciendo gala de su proverbial inconsciencia, prometió para cuando advenga la próxima crisis ministerial.

Entre las múltiples razones aducidas para oponerse al propósito presidencial están, en primerísimo lugar, las que resultan de la coyuntura económica. En tiempos de crisis, sólo falta que nuestros gobernantes, en vez de reducir —o, como mínimo, procurar contener— el gasto de la Administración, lo fomenten sin necesidad ninguna. Y, además, de forma estructural. Si bien los ministerios, en cualquier Gobierno, son de quita y pon, cuando su engendramiento no reviste otros tintes que los ideológicos o propagandísticos —como es el caso, en España, de los de Igualdad y Vivienda— tienen la vida asegurada. Al menos, mientras sigan mandando los que mandan.

Pero, dejando a un lado estas y otras razones, lo que en verdad justifica una oposición decidida a la hipotética creación de un Ministerio del Deporte es, por muy paradójico que parezca, el papel cenital que ha adquirido en nuestras vidas la propia práctica deportiva. Y, en especial, quienes la protagonizan. Como muy bien observa Robert Redeker en «Le sport est-il inhumain?», el deporte y sus estrellas han ido ocupando el lugar que otrora ocupaba la política —entendida como la actividad de quienes rigen los asuntos públicos, pero también como la imprescindible intervención de los ciudadanos en esos mismos asuntos—. Y en ese proceso, auspiciado por los medios de comunicación y que ha terminado por convertir a la propia política en un espectáculo, los intelectuales han tenido mucho que ver. Baste recordar, por ejemplo, la explosión de adhesiones inquebrantables generada este verano por la conquista del Campeonato de Europa de Fútbol. O los sempiternos artículos de ilustres plumíferos cada vez que se avecina un Barça-Madrid. Así las cosas, elevar el deporte al rango ministerial sería el colmo de los despropósitos.

Y es que el deporte, como la cultura, debería seguir cosido a la educación. Sí, al Ministerio de Educación, como una parte más del proceso formativo. Este es su lugar en la esfera pública, el único razonable. Uno de los grandes errores de los socialistas fue la creación, a imitación de nuestros vecinos franceses, de un Ministerio de Cultura. Desde entonces, la política cultural ha consistido básicamente en fomentar el espectáculo y el negocio, subvencionando a espuertas. Y está visto que no hemos escarmentado.

ABC, 7 de diciembre de 2008.

La tiranía del deporte

    7 de diciembre de 2008
El mismo día en que Josep Piqué era recibido en la Complutense de Madrid con una pantomima guantanamera que le impidió expresarse en libertad, se hacían públicos en España dos comunicados que tenían a la universidad como asunto. Por un lado, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas mostraba su solidaridad con todos los centros de enseñanza superior que «están sufriendo alteraciones de la vida académica» —esto es, encierros de estudiantes—, al tiempo que reclamaba una «toma de posición conjunta del sistema universitario» —esto es, que a un problema común se le dé una solución común—. Por otro lado, la Conferencia General del Consell Interuniversitari de Catalunya, formada por representantes de la Generalitat —con la comisionada Palmada al frente—, los rectores, los consejos sociales y estudiantes, notificaba el acuerdo al que había llegado. Son cuatro líneas. 53 palabras, para ser exactos. Nada que ver, por supuesto, con la toma de posición conjunta reclamada por la Conferencia de Rectores. No, Cataluña es otro mundo, y no está en este. El acuerdo de la Conferencia catalana consiste en un compromiso. ¿Y saben con qué? Con el diálogo, claro. Con el diálogo y el debate público. O, lo que es lo mismo, el compromiso de abrir, a lo largo del presente curso, un periodo de consultas universidad por universidad, y de aplicar los resultados que de ellas se deriven. Eso sí: el texto precisa que todo esto se hará —hay que cubrirse, por si acaso— «en el marco legal vigente».

Ignoro en el momento de escribir estas líneas si los estudiantes encerrados en las distintas facultades de Cataluña han depuesto ya su actitud. Aunque, la verdad, confío en que así sea, y no únicamente para que puedan ducharse. Al fin y al cabo, el acuerdo de la Conferencia General del Consell les da la razón, por lo que carece de sentido alargar la protesta. El acuerdo, y la propia voz de la comisionada Palmada. Y, si no, escuchen: «Está claro que la toma de decisiones no funciona, hay que hacer participar a los estudiantes». Así las cosas, es de esperar que en adelante las universidades catalanas adopten un sistema muy parecido al que ya rige en el partido donde milita la comisionada. A saber, un sistema asambleario. Con la particularidad, en este caso, de que el colectivo estudiantil es el único de cuantos componen la comunidad universitaria que va a disfrutar asimismo del derecho a veto. O al encierro, que viene a ser lo mismo.

A mí, como a esos y a otros estudiantes, y aunque por razones completamente distintas, el llamado «proceso de Bolonia» me parece, en general, un despropósito. Para entendernos: me parece algo así como una Logse de nivel superior con tintes totalitarios. Pero les aseguro que, si me dan a escoger entre el proyecto actual y lo que puede salir del nuevo marasmo asambleario, no lo voy a dudar ni un segundo. Sólo faltaría que a estas alturas hubiera que aceptar que, para ser realistas, haya que pedir lo imposible.

ABC, 6 de diciembre de 2008.

Cuatro líneas sobre Bolonia

    6 de diciembre de 2008
«¿Y tú, a qué piso vas?» Subíamos en el ascensor de casa y el niño, que todavía era muy niño, le había cogido gusto a eso de apretar el botón. Y claro, como en el ascensor —un viejo trasto sin memoria, de hace un montón de años—, aparte de nosotros, iba también embutida una señora mayor, que vivía un par de pisos más arriba, el niño quería saber quién bajaba antes. O, lo que es lo mismo, si tenía que apretar primero un botón u otro. Sobra decir que los padres estábamos orgullosos de lo bien que asimilaba el crío todas esas habilidades. Aun así, nada más llegar a casa, tuvimos que reconvenirle por su pregunta. ¿A quién se le ocurre tratar de tú a una vecina a la que apenas conocía? ¿A qué venía tanta confianza? ¿No le habían enseñando en la escuela que existe una cosa llamada respeto, o buenas maneras, o educación —el nombre no hace la cosa—, que se manifiesta, en gran medida, mediante el tratamiento?

Pues no, no se lo habían enseñado. Peor: le habían enseñado que eso del tratamiento era una antigualla. Y lo habían hecho por vía de ejemplo, que constituye, en definitiva, la forma más eficaz de enseñar algo. En la escuela pública, y no tan pública, todo el mundo se llamaba de tú. No importaba la edad, el nivel o la categoría; no importaba si uno era alumno, maestro, director o conserje. Allí no había clases, ni de un tipo ni de otro. Sólo una gran hermandad. La renovación pedagógica así lo requería. Y la renovación pedagógica, claro está, no era sino el primer estadio de un proceso de renovación infinitamente mayor.

De todo esto hará unos veinte años. Mucho tiempo, sin duda. El suficiente, como mínimo, para que la sociedad española —y en especial la urbana, donde el núcleo familiar cada vez ejerce menos contrapeso— haya ido resquebrajándose a marchas forzadas. El espejismo de la igualdad ha hecho fortuna, hasta el punto de que ya se ha vuelto habitual la imagen de un camarero —joven, por lo general— soltándole a un cliente de edad indefinida, en la terraza de un bar, el correspondiente «¿Qué te pongo?» O la de un locutor telefónico, de una empresa cualquiera, recurriendo al tuteo para comunicarse con su desconocido interlocutor. O la del propio presidente del Gobierno —siempre atento a los ismos y a los seísmos de la moda— dirigiéndose por televisión, con el tú de rigor, a unos ciudadanos a los que no ha visto en su vida.

La educación tiene mucho que ver con la distancia que alcanzamos a poner entre nosotros y los demás. De ahí que ignorar esa distancia tratando a todo el mundo de tú signifique estar renunciando, a un tiempo, a la educación misma. Aunque, si bien se mira, no parece que a nadie preocupe semejante renuncia. Y así nos va, claro.

ABC, 30 de noviembre de 2008.

De tú a tú

    30 de noviembre de 2008
Se pregunta el consejero Huguet por qué ellos sí y nosotros no. Ellos son los habitantes de Groenlandia; nosotros, los de Cataluña. Como sin duda ya conocen, los groenlandeses acaban de aprobar en referéndum la ampliación de su Estatuto de Autonomía. Y lo aprobado no es moco de pavo. Apunten: derecho a la autodeterminación, conversión del groenlandés en única lengua oficial —hasta ahora también lo era el danés—, y control y explotación de los recursos petrolíferos. Visto lo cual, resulta de todo punto comprensible que el consejero se pregunte lo que se pregunta.

Así pues, y sin otro afán que el de sacarle de dudas, vamos a tratar de contestar a la pregunta. O, lo que es lo mismo, vamos a tratar de explicar por qué Cataluña, mal que le pese al consejero, no tiene comparación posible con Groenlandia. Dejemos a un lado las historias respectivas, harto dispares, y centrémonos en el presente. La población groenlandesa, asentada en un territorio de más de dos millones de kilómetros cuadrados, apenas sobrepasa los 57.000 habitantes. La población catalana, instalada en uno de poco más de 32.000, supera ya los 7,3 millones. Sobra decir que dos sociedades con densidades tan diametralmente opuestas —0,026 habitantes por kilómetro cuadrado en el primer caso, 223,9% en el segundo— y con sistemas de vida tan divergentes —de lo más homogéneo el groenlandés, donde todo o casi todo gira alrededor de la pesca; de lo más heterogéneo el nuestro— no admiten demasiadas similitudes. Ni siquiera en su relación con el Estado en que se insertan. Baste recordar, más allá de singularidades geográficas o climáticas, lo que nuestros nacionalistas llaman, con probado fervor, las balanzas fiscales. Les supongo al corriente de lo mucho que aportamos al conjunto del Estado; pues bien, Groenlandia no aporta nada al conjunto de Dinamarca, sino que es el Gobierno danés el que dedica cada año cerca del 30% de su PIB a subvencionar el inmenso islote. Se entiende, pues, que no le importe soltar lastre.

Y lo que es peor. Puestos a imaginar lo que sería de Cataluña si dispusiera de unos recursos petrolíferos como los de Groenlandia y pudiera explotarlos a su antojo, tampoco en eso la comparación surtiría efecto. Porque esa explotación petrolera será tanto más factible cuanto más progrese el cambio climático —es decir, cuanto más se acreciente el deshielo— y ya saben que nuestra izquierda gobernante, tan preocupada por el medio ambiente, jamás permitiría semejante agresión al ecosistema.

Aunque, bien mirado, sí existe un parámetro que permite comparar un país con otro. Un parámetro cultural: el sueño. Para los groenlandeses, el sueño es una unidad de distancia entre dos puntos. Tantas noches viajadas, tantos sueños. Y aunque en Cataluña todavía medimos las distancias en kilómetros, eso sólo vale para las físicas. Las sentimentales hace tiempo que las medimos también en sueños, sobre todo desde que nos gobierna el nacionalismo. Soñamos con la autodeterminación, con la independencia, con el Estado propio. O con que Cataluña es Groenlandia. Y seguimos soñando, tan felices.

ABC, 29 de noviembre de 2008.

El sueño catalán

    29 de noviembre de 2008
Mucho me temo que la doble incompetencia del juez Garzón —la que le ha llevado esta semana a cerrar la causa contra el franquismo y, sobre todo, la que le llevó en su momento a abrirla— va a traer consecuencias, y no precisamente agradables. Cuando menos para personas como Carmen Negrín.

Carmen Negrín es nieta de Juan Negrín, último presidente de Gobierno de la Segunda República española, lo que equivale a afirmar que existe porque existió su abuelo. Es verdad que eso, al cabo, nos ocurre a todos. Sólo que ella, a diferencia de los demás, ha convertido esa ascendencia en su principal razón de ser. Aunque todos tengamos abuelos, y aunque, a priori, todos estos abuelos merezcan —ellos o su recuerdo— igual respeto, no todos han sido, claro, presidentes de gobierno. Y menos aún de unos gobiernos como los que presidió, entre 1937 y 1939, Juan Negrín. De ahí que su nieta viva, o parezca vivir, única y exclusivamente para contarlo.

Y si digo que la incompetencia del juez va a traer para ella consecuencias es porque Carmen Negrín ya no pudo soportar en su día —hasta el punto de anunciar la presentación de una querella por prevaricación— que el Pleno de la Audiencia paralizara las exhumaciones ordenadas por Garzón. En realidad, lo que no pudo ni podrá jamás soportar la nieta del presidente es que la historia no se parara en aquellos años en que su abuelo tuvo en sus manos los destinos de la República y en los que todo, empezando por la victoria, parecía aún posible.

Porque allí vive ella. En plena guerra. Metida en el archivo de su antepasado, del que no quiere revelar el paradero —afirma— para evitar que alguien lo robe o lo queme. ¿Fantasmas? No, la guerra, simplemente. Por eso, tal y como confesaba el domingo en «El País» en un rapto de lucidez, no se siente capaz de leer todos los documentos que guardaba el abuelo: «Es difícil leer a posteriori, sabiendo el final. Sabiendo que termina mal». Pues claro. La historia tiene esas cosas. Que los hechos hechos son, y no hay quien los toque. A lo máximo a lo que podemos aspirar es a explicarlos, a interpretarlos, a entenderlos. Nada más. Leer el pasado como si fuese presente, dejarse llevar por sus venturas, hacerse ilusiones, manejar el futuro de entonces como si todavía estuviese por llegar, no lleva a ninguna parte.

Aun así, cada cual es muy libre de aferrarse al ayer. Faltaría más. Si algunos nietos de aquellos abuelos quieren seguir jugando a la guerra, ¿quién demonios se lo puede impedir? Pero una cosa es que jueguen ellos y otra muy distinta que pretendan arrastrarnos en la pugna, gracias a la incompetencia de un juez, a todos los demás. Lo primero es una desgracia. Lo segundo, una pesadilla.

ABC, 23 de noviembre de 2008.

La guerra de los nietos

    23 de noviembre de 2008
El oficio de comentarista semanal tiene sus días malos. Por ejemplo, cuando no hay noticias. O cuando hay demasiadas y alguna deberá quedarse sin comentario. O, en fin, cuando las noticias, muchas o pocas, exudan de tal modo que el hedor resulta insoportable. Esta semana se da, precisamente, el último de los supuestos, por lo que estamos, qué le vamos a hacer, ante un día malo.

El martes tuvimos el aperitivo. Joan Martí i Castell, presidente de la Sección Filológica del Institut d’Estudis Catalans (IEC), reclamó en una emisora de radio que se impongan sanciones económicas o se aparte del puesto de trabajo a aquellos periodistas que no dominen el idioma. Como lo dijo en una emisora de esas que tienen las licencias aseguradas por el hecho de emitir en lengua catalana, y como se supone que este y no otro es el ámbito donde Martí ejerce su competencia —cuando menos la que cabe atribuirle como filólogo—, está claro que el presidente del IEC aludía a esta lengua y a este tipo de emisoras cuando hablaba de sanciones. Luego, es verdad, al ver la que había armado, pidió excusas al respetable, precisó que se refería a cualquier lengua e indicó que lo que él quería decir y no dijo era que habría que exigir ese dominio del idioma a la hora de contratar a alguien —lo que viene a ser lo mismo, si no peor, ya que el periodista ni siquiera tendría la oportunidad de empezar a trabajar—. (Por cierto: cuando habló de sanciones, Martí también confesó que había un país en el mundo que ya las aplicaba: China. Un país democrático, sin duda.)

Pero el plato fuerte vino al día siguiente. Josep Maria Carbonell, presidente del Consell de l’Audiovisual de Catalunya (CAC), compareció a petición propia en el Parlamento de Cataluña. Se supone que la comparecencia era para explicar los criterios por los que se había regido el Consell a la hora de conceder 83 licencias de emisoras de radio y denegar unas cuantas más. Mejor dicho: se suponía. Porque Carbonell no aportó prueba alguna. Eso sí, dio la palabra a su consejero Madero para que denunciara las presiones a que se había visto sometido, según él, por el propio partido que lo había nombrado, el PP catalán. Lástima que Madero, ex periodista, se saliera de madre y, en un alarde de independencia, diera rienda suelta a todas sus fobias, que casualmente coincidían con las principales cabezas de dos de las emisoras perjudicadas en el reparto.

Pero Carbonell no se limitó a eso. También declaró que era «socialista, catalanista y católico», que tenía «ideología y creencias», y que ninguno de estos aspectos había influido en su gestión. Tal vez. Pero sí habían influido antes en su nombramiento. ¿O acaso un perfil como el suyo no es el más acorde con un nombramiento que debía contar, a un tiempo, con el aval del tripartito y del principal partido de la oposición? Lo demás —y, en especial, la gestión— se da por añadidura.

ABC, 22 de noviembre de 2008.

Ordeno, mando y dispongo

    22 de noviembre de 2008
Sigo con verdadero interés el último rifirrafe entre la Comunidad de Madrid y su Ayuntamiento. Ya saben, lo del hombre anuncio. Y más desde que el hombre de la presidenta, Ignacio González, ha calificado de arbitraria, intervencionista e invasora de competencias la nueva ordenanza de publicidad exterior impulsada por la mujer del alcalde, Ana Botella, y ha amenazado con llevar la Corporación a los tribunales. (Y conste que, en la frase anterior, los términos «hombre» y «mujer» no cumplen otra función que la de anunciar el sexo de cada cual, por lo que muy bien podríamos estar, gramaticalmente hablando, ante un hombre anuncio y una mujer anuncio.)

Como es natural, lo que me interesa del rifirrafe no es tanto el enfrentamiento institucional como la suerte de un colectivo, por modesto que sea, cuyo oficio pende de un hilo normativo. De ahí que no pueda por menos que suscribir la postura del Gobierno regional, que antepone el derecho al ejercicio de una actividad laboral, libremente desempeñada, a cualquier otra consideración. Y, sobre todo, cuando la consideración en que se sustenta la cláusula prohibicionista es la necesidad de defender «la dignidad de la persona».

Yo no sé, francamente, qué hay de indigno en pasear por la calle emparedado entre dos tableros en los que se anuncian, por ejemplo, casas de empeños. La misma indignidad, supongo, que puede haber en repartir octavillas a la salida del metro con la dirección y los precios de ciertos tugurios donde, según dicen, dan de comer. O en obsequiar a los viandantes, cual una verdadera «Martina patina», con un reclamo de una multinacional alimenticia. O en vestirse, en fin, de Papá Noel para repartir, entre el personal callejero, y en especial entre los más pequeños, propaganda de unos grandes almacenes.

En este sentido, si lo que se pretende es regular la exhibición de cuanta publicidad exterior atenta contra la dignidad de la persona, no veo por qué el Ayuntamiento de Madrid no incluye en la nómina prohibicionista esos afiches gigantes que pueblan nuestras ciudades y en los que se exhiben homjavascript:void(0)bres y mujeres en la más fina de las lencerías, para vergüenza de quienes no poseemos semejantes cuerpazos. O, ya puestos, por qué no impide que las vallas publicitarias del municipio estén repletas de estrellas del deporte o del espectáculo —lo que viene a ser lo mismo—, prestas a asociar su imagen a cualquier producto mientras les paguen por ello. Aunque mucho me temo que, en este terreno, la máxima indignidad no es ninguna de las anteriores, sino la de esos políticos que, en vísperas de elecciones, estampan su cara en todo tipo de soporte para vendernos unas promesas que saben a ciencia cierta que no cumplirán.

ABC, 16 de noviembre de 2008.

La dignidad de la persona

    16 de noviembre de 2008
Comprendo que ABC lleve unos cuantos días mostrando su indignación por la forma como el Consejo del Audiovisual de Cataluña (CAC) adjudicó la semana pasada la explotación comercial de emisoras de Frecuencia Modulada. Motivos no le faltan. Por un lado, ABC es un medio de comunicación, y cualquier medio de comunicación que se precie debería tener razones bastantes para indignarse ante la decisión tomada por el organismo regulador —¡qué eufemismo tan maravilloso para referirse a la actividad censora!—. Por otro, la empresa editora de ABC es también propietaria de Punto Radio, una emisora que ha visto mermada su presencia en las ondas catalanas con la retirada de tres de sus licencias. Y luego, aún, el CAC ha hecho pública su resolución apenas una semana después de que Esquerra Republicana, por boca de su presidente, Joan Puigcercós, pidiera la aplicación de un «cordón sanitario» a este periódico por denunciar los gastos suntuarios de dos de sus máximos dirigentes, Benach y Carod-Rovira.

Con todo, me cuesta creer que exista una relación de causa a efecto entre la «fatwa» de Puigcercós y la decisión del CAC. No, no me malentiendan: no es que considere a los miembros de ese sanedrín supuestamente deontológico incapaces de plegarse a semejante requerimiento; al contrario, son gente sumisa, acostumbrada a la disciplina de partido —casi todos militan en una rama u otra de la transversalidad nacionalista, y los pocos que no lo hacen es porque han echado cuentas y han llegado a la conclusión de que les conviene más ejercer de simples compañeros de viaje—. No, mi incredulidad tiene otros orígenes. Y esos orígenes los marca la ley. Pronto hará tres años de la aprobación de la Ley de la Comunicación Audiovisual de Cataluña. Y en ella, en la «Exposición de motivos», puede leerse lo siguiente: «Esta ley se fundamenta en el derecho de los ciudadanos de Cataluña a disponer de un sistema audiovisual que refleje su realidad inmediata a partir de formas expresivas vinculadas a su abanico de tradiciones, es decir, el entorno simbólico (…)».

Ya ven, escrito está. Y aprobado por nuestro Parlamento. Así las cosas, ¿cómo quieren que el CAC dé licencias a formas expresivas que no forman ni formarán nunca parte del abanico de tradiciones o del entorno simbólico a que alude la ley? ¿Cómo quieren que, en tales circunstancias, emisoras como Punto Radio o la COPE mantengan sus frecuencias, o que Unedisa llegue a tener un día alguna? No, la ley está hecha para favorecer el parasitismo estructural de marcas radiofónicas como Flaix FM o Radio Teletaxi, verdaderos estómagos agradecidos, o para que grandes grupos empresariales como Godó o Planeta, que sí están vinculados al entorno simbólico, vayan ampliando su red de emisoras. ¿Y saben cómo se vincula uno a ese entorno? Pues muy fácil. Resucitando a un muerto, por ejemplo. O, lo que es lo mismo, asumiendo a partes iguales el 80% de las acciones de un periódico como el «Avui». Del 20% restante ya se ocupa la Generalitat. O sea, el CAC. O sea, Catalunya. Con «ny».

ABC, 15 de noviembre de 2008.

Con «ny» de CAC

    15 de noviembre de 2008
Aunque el refrán los asocie y hasta parezca que los hermana, no hay que darle crédito: el hombre y el oso, cuanto más alejados el uno del otro, más hermosos. Hasta el punto de que no existe mejor oso para el hombre que el de peluche. O que el de Canadá, sobre todo si vive en una reserva y no se exhibe más que en contadas ocasiones y, a ser posible, sedado. Cualquier intento de convivencia entre las dos especies está condenado al fracaso. Y, si no, que se lo pregunten a ese cazador leridano que fue atacado no hace mucho por una osa en el valle de Arán mientras participaba en una cacería, y no precisamente osera.

Bien es verdad que, al decir de la asociación ecologista Ipcena, la culpa de que el cazador recibiera un mordisco y un zarpazo no la tuvo la osa, sino el propio cazador, por no comportarse como es debido. Según la asociación, todo cazador debería saber que, en presencia de un oso, hay que hacer la esfinge. Nada de gritos ni de aspavientos. Quieto ahí, muchacho, calladito estás más mono; y a esperar que escampe. De lo contrario… Pero, más allá de esa inversión entre víctima y verdugo —a la que tan acostumbrados nos tienen, por cierto, determinados sujetos y colectivos cuando la violencia la ejerce el nacionalismo—, lo más relevante de las declaraciones del portavoz de Ipcena es la apostilla: «El animal, de todos modos, no tuvo intención de matar; si no, el hombre no lo habría contado». O sea que, encima, hay que darle las gracias. ¡Anda la osa!

Por lo demás, la bestia en cuestión ni siquiera es autóctona. Proviene de Eslovenia y, junto a una decena de congéneres, fue trasladada en 2006 hasta el Pirineo por nuestros vecinos franceses, de común acuerdo con el Gobierno español y su franquicia catalana. Vaya, que muy bien podríamos habérnosla ahorrado. Habría bastado con no caer en la tentación de restituir lo que llevaba décadas extinguido o en vías de extinción. En realidad, con el llamado oso ibérico hemos actuado exactamente igual que con la lengua. Cuando menos a tenor de lo ocurrido en algunas zonas de Navarra, donde la simple existencia de un topónimo vascuence, real o inventado, se ha erigido en razón más que suficiente para justificar el aprendizaje y la difusión de una lengua —el vascuence, por descontado— que llevaba siglos desaparecida de la región.

Pero no todo es importación en lo tocante a esta especie animal. En la cordillera Cantábrica, en los límites entre Castilla y León, Galicia y Asturias, también tenemos ejemplares autóctonos. Y la población, para desespero de los lugareños y alegría de los conservacionistas, no para de crecer. Milagros de la discriminación positiva.

Lo que nunca se nos ocurrirá, me temo, es convertir al ser humano en especie protegida.

ABC, 9 de noviembre de 2008.

¡Anda la osa!

    9 de noviembre de 2008
Seguro que todos ustedes han oído alguna vez aquello de «lo que no te ha enseñado la escuela, ya te lo enseñará la vida». Y hasta puede que, además de oírlo, lo hayan dicho. Se trata, en el fondo, de un desahogo. O, si lo prefieren, de la evidencia, más o menos explícita, de un cierto fracaso. El de la escuela. El de la enseñanza reglada. O, para usar un término en boga, el de la educación.

En los últimos tiempos, sin embargo, se está popularizando otra fórmula: «Lo que no te enseña la escuela, ya te lo enseña la calle». A simple vista, parece una variación sobre el mismo tema. Si bien se mira, ¿qué es la calle, en el imaginario adolescente —y muchos padres, ¡ay!, dan la impresión de seguir anclados en esta edad—, sino el escenario propicio a una vida plena? Pero entre ambas fórmulas existe una diferencia sustancial: la relación temporal entre uno y otro modo de enseñanza, entre, por un lado, el que procura la escuela y, por otro, el que proporcionan la vida o la calle. Lo que en la primera fórmula es una relación de consecuencia y, hasta cierto punto, de causa a efecto, en la segunda es una relación de estricta simultaneidad. Como si el carácter complementario de ambas enseñanzas fuese un presupuesto ineludible, y, en tanto que tal, asumido desde el principio.

Por descontado, no seré yo quien afirme que la escuela debe acarrear, solita, todo el fardo de la educación. Al contrario, este es un asunto, ante todo, familiar, al que la escuela, a lo sumo, no puede sino echar un cable. Y luego están la vida y la calle, claro, para acabar de saber lo que es bueno. Pero ello no quita, insisto, que haya edades para todo. Y la de la escuela es, debería ser, la de la escuela. Y poco más.

No opina así José María Maravall. El último Premio Nacional de Sociología ha estado estos días en Barcelona y, ante el comentario de un periodista lamentándose de que en Cataluña los niños no puedan ser escolarizados en castellano, ha confesado: «Yo tengo un nieto al que adoro, hijo de una sueca. Sus padres hablan en inglés y él habla en castellano porque lo aprende en la calle todos los días. No veo ningún problema». Ningún problema, dice. Dejemos ahora a un lado la adoración del abuelo y lo irrelevante, en términos sociológicos, del caso del nieto, y vayamos al fondo del asunto. ¿Ningún problema, dice? Pues claro. ¿Cómo va a ver algún problema quien ha sido entre 1982 y 1988, en tanto que ministro de Educación, el máximo responsable de la reforma educativa —LRU, LODE y cimientos de la LOGSE—? ¿Cómo va a ver algún problema quien ha colaborado como el que más en la destrucción de la enseñanza en España y, en lo tocante a Cataluña, en la conversión del catalán en única lengua de enseñanza? Nada, nada, a lo hecho, pecho, sí señor. Aunque sea, a todas luces, una inmoralidad.

ABC, 8 de noviembre de 2008.

La ley de la calle

    8 de noviembre de 2008
El día en que yo nací, no existían ni el Rey ni la Reina; sólo los Reyes. Y, encima, no había forma de verlos. Pasaban una vez al año, en una noche epifánica, y estaba terminante prohibido ponerles el ojo encima, so pena de quedarse más pelado que el ropero de Tarzán. Es verdad que yo nací muy a finales de 1956 y que por entonces en España, aparte del fútbol y la lotería, no se hablaba más que de Hungría, de la nueva ley del Registro Civil y del Generalísimo —sobre todo del Generalísimo—. Y también de los Reyes, claro, aunque nadie acertara a verlos.

Las cosas siguieron más o menos igual en los años siguientes. Pero, a mediados de los sesenta, empecé a oír hablar de los Príncipes. De unos Príncipes muy distintos a los Reyes que yo conocía, pues nada tenían que ver con la imaginación, sino que eran de carne y hueso. Por aquello de la edad —de la mía, por supuesto—, me había pasado por alto su enlace matrimonial en Atenas, en mayo de 1962, y no digamos ya la imagen del desfile de la princesa Sofía de Grecia encabezando la delegación de su país, cuando la inauguración de los Juegos Olímpicos de Roma, en agosto de 1960, imagen que algunos periódicos españoles habían recogido en sus páginas de huecograbado. Aun así, el que yo oyera hablar de los Príncipes no significa que prestara especial atención al Príncipe o a la Princesa. No por nada; es que los veía como un todo, como algo inseparable, y, lo que es peor, a la sombra del Generalísimo.

Claro que yo, en aquella época, no solamente era joven, sino también antifranquista. Y ejercía. De ahí que ni siquiera la foto de los Príncipes con Josep Pla, el día de San José de 1975, bajo la campana de la chimenea del Mas de Llofriu, rodeados de vino y de buñuelos, pudiera ahuyentar la dichosa sombra. Tuvo que llegar la Transición y, en particular, el 23 de febrero de 1981, para que yo empezara a admirar a quien ya entonces era el Rey de España, y para que, detrás de la figura del Rey, percibiera la de la Reina. No diré que me hice monárquico, pero a punto estuve. En todo caso, sí me hice, seguro, juancarlista. Y, poco a poco —y que Doña Sofía me perdone por la anfibología—, fui volviéndome, a un tiempo, sofista.

¿Por qué? Yo creo que porque siempre he admirado a quien se comporta en toda circunstancia como hay que comportarse. A quien sabe estar a la altura, en una palabra. Y todavía más si se trata, como es el caso, de una altura considerable, que requiere carácter, inteligencia y grandes toneladas de «savoir faire». De todo ello mi Reina ha dado en estos años innumerables pruebas. Por eso, en un día tan señalado como el de hoy, no puedo sino desearle la mayor de las felicidades. ¡Ah, y que sea por muchos años!

ABC, 2 de noviembre de 2008.

Mi reina

    2 de noviembre de 2008
Parece mentira cómo ha evolucionado el asunto. Hablábamos aquí el pasado sábado del impacto que la distancia entre Reus y Barcelona tiene en el erario público cuando quien debe recorrerla es el automóvil del presidente del Parlamento catalán —o lo que es lo mismo: nos preguntábamos si los kilómetros que median entre ambas ciudades justifican la adquisición de un escritorio de madera o de un reposapiés, o si habría que ir, como mínimo, de Reus a París o de Reus a Londres para poder justificarla—, cuando resulta que estamos tan sólo ante la punta del iceberg. Así, esta semana hemos sabido por el periódico que el vicepresidente Carod-Rovira y los consejeros Saura y Castells cobran dietas en concepto de desplazamiento en tanto que miembros del Gobierno autonómico, y no por ello dejan de cobrar por el mismo concepto las dietas que les corresponden como diputados de la Cámara. En fin, un chollo: mientras que el común de la gente ha de pagarse el desplazamiento y la estancia cuando le da por viajar, nuestros representantes políticos no sólo lo tienen todo pagado, sino que, encima, lo tienen todo pagado dos veces. Así cualquiera.

Pero el mundo no acaba en Cataluña. Ni siquiera el mundo de las pequeñas corruptelas. En nuestra España de las Autonomías hay casos mucho más llamativos. Como el de Galicia, por ejemplo. Recuerden, si no, lo que este mismo periódico publicaba hace unos días a propósito del coche blindado del presidente Pérez-Touriño, cuyo precio, 480.000 euros, convierte el Audi del presidente Benach, incluso con aditivos, en una suerte de utilitario. O lo que también publicaba acerca de la remodelación del Área de Presidencia de la Xunta: un dispendio de cerca de 2,4 millones de euros, de los que casi 900.000 corresponden a la compra de mobiliario y otros enseres. Y ello nada más llegar al poder, como quien dice.

De todos modos, no hay de qué extrañarse. El actual Gobierno gallego ha sentido siempre una gran admiración por Cataluña. Y no digamos ya por el actual Gobierno catalán, con el que comulga en lo nacional y en lo progresista. De ahí que lo tome como modelo. Y los modelos están para ser imitados. Y, sobre todo, para ser superados. Si echan un vistazo a la política lingüística desarrollada en Galicia en lo que llevamos de legislatura autonómica, verán hasta qué punto está calcada de la desarrollada en Cataluña durante tantos lustros, y muy especialmente en el último. Pero, además, verán, aquí y allá, no pocos síntomas de superación —esto es, de radicalización— con respecto al patrón original. Con los complementos ocurre lo mismo, ya sean para el coche o para el piso. Y es que no hay nada peor que un nuevo rico. Es cierto que los gobernantes catalanes lo son; pero más lo son, en el fondo, sus compinches gallegos. Son algo así como los nuevos ricos de los nuevos ricos, el no va más del derroche público, la vanguardia del despilfarro. Hasta nuevo aviso, claro.

ABC, 1 de noviembre de 2008.

Los nuevos ricos de la política

    1 de noviembre de 2008
El pasado 16 de junio, en su primera comparecencia ante la Comisión de Ciencia e Innovación del Congreso de los Diputados, la ministra del ramo, Cristina Garmendia, dejó caer una fecha: 2015. Con las fechas hay que andarse con tiento, sobre todo cuando quien las maneja es un político. Quiero decir que en tales circunstancias uno nunca sabe a qué atenerse. En fin, nunca no. Existen casos, como el que afecta a 2014 y a Josep Lluís Carod-Rovira y su referéndum por la independencia, en los que uno sabe perfectamente a qué atenerse. Pero, por lo general, una cosa son los motivos expuestos y otra el motivo verdadero.

En lo que aquí nos ocupa, no hay duda que la fecha tiene, en apariencia, una razón de ser: 2015 se halla a siete años vista o, lo que es lo mismo, a casi dos legislaturas de distancia. Nada más lógico, pues, que alguien recién nombrado para un cargo de tanta responsabilidad como es la titularidad de un Ministerio exponga ante sus señorías las grandes líneas de lo que será su acción política -en el supuesto de seguir contando, claro, con el beneplácito de las urnas y con el favor presidencial-. Y hasta resulta lógico que, una vez expuestas esas grandes líneas, el neófito se deje llevar por el entusiasmo y asegure, como hizo la ministra en su comparecencia, que España va a estar por entonces -o sea, en 2015- «entre los diez países más avanzados del mundo en educación universitaria, ciencia, tecnología e innovación», y «nuestras mejores universidades», «entre las cien mejores de Europa». Aun así, es una pena que semejantes afirmaciones, además de pecar de cierta imprecisión -por poner un ejemplo: esas «mejores universidades» nuestras, ¿cuántas van a ser?-, sean tan fieramente desmentidas por la realidad. A día de hoy, sólo una universidad española figura entre las cien mejores de Europa y entre las doscientas mejores del mundo, mientras que hace tres años había tres en el primer ranking y dos en el segundo. Esa es, pues, la tendencia. Y no parece que el nivel de nuestros bachilleres vaya a modificarla en un futuro próximo.

Por lo demás, la fecha en cuestión aparecía encuadrada en un epígrafe algo rimbombante, aunque muy esclarecedor: «Estrategia Universidad 2015». En efecto, más allá de la voluntad de exponer un programa de actuación, lo que había detrás de las palabras de la ministra era una estrategia. Hablar de 2015, insistir -como han venido haciendo últimamente Garmendia y su equipo- en ese horizonte, es la mejor manera de no hablar de 2008. O de 2010, que no deja de ser, al cabo, lo que en verdad preocupa a la comunidad universitaria española, pues para entonces tiene que estar construido el denominado Espacio Europeo de Educación Superior, previsto en la Declaración de Bolonia. En una comparecencia ulterior ante la misma Comisión del Congreso, celebrada a petición propia el pasado 23 de septiembre y cuyo propósito manifiesto era ampliar la información sobre la mencionada «Estrategia», la ministra no se refirió más que una vez a 2010: fue para decir que contemplaba esta fecha «no ya como una meta, sino como el punto de partida de unas enseñanzas completamente integradas en el espacio europeo de Educación Superior». Y para remachar: «Así, para la Estrategia Universidad 2015, este camino está marcado y el proceso es irreversible».

Que este camino esté ya marcado y que el proceso sea irreversible nadie lo discute. Otra cosa es que deba desarrollarse por fuerza en los términos actuales. Que no haya nada que hacer, vaya. Ciertamente, la herencia recibida pesa lo suyo. Si algún Ministerio ha destacado en los últimos años por sus bandazos, este ha sido sin duda el de Educación. Y, aunque las enseñanzas inferiores no se hayan librado del zarandeo -baste recordar, por ejemplo, en qué ha parado el ya de por sí paupérrimo bachillerato-, es en las superiores, y con respecto al proceso de convergencia europea, donde se han producido los movimientos más violentos y los más sonoros fracasos. Desde la presentación de un anteproyecto que poca relación acabó teniendo con el proyecto finalmente aprobado, hasta el considerable rechazo que la propuesta definitiva cosechó y sigue cosechando entre los docentes -donde se critica por igual el planteamiento mercantilista de los nuevos grados y la negativa de la Administración a garantizar una financiación adicional- y entre los discentes -valga, como muestra, la huelga del pasado día 22-. No es extraño, pues, que todo ello haya acarreado, primero, el cese de la ministra San Segundo y, más adelante, el desgajamiento del capítulo universitario del conjunto de las competencias educativas que todavía ejerce la ministra Cabrera y el consiguiente alumbramiento del nuevo Ministerio de Ciencia e Innovación.

De ahí que no pueda sino sorprender la aparente fatalidad con que la ministra asume ese legado. O con que no lo asume, para ser exactos. Porque asumirlo habría comportado, por su parte, cierta voluntad de intervención en el proyecto. Por ejemplo, tratando de deshacer, en lo posible, esa uniformización por decreto, tan parecida a la que presidió, en 1990, la reforma de nuestro sistema de enseñanza obligatorio y cuyos deplorables efectos sobre nuestros jóvenes y, por lo tanto, sobre el conjunto de la sociedad son de sobra conocidos. En vez de permitir que cada universidad dé de sí el máximo de sus posibilidades, con independencia de si el nivel atesorado se aleja o no del común -que acostumbra a situarse, números cantan, en lo más bajo de la tabla-, el modelo adoptado por el Gobierno español, aparte de sus vaivenes -que si tres años de grado más dos de posgrado; que si cuatro más uno o más dos-, ha derivado finalmente en una fórmula rígida, concretada en un mínimo de cuatro cursos para toda clase de estudios, cuyo fin último no parece otro que el de garantizar una suerte de mediocridad compartida. Una primera consecuencia de esa rigidez es que algunas titulaciones, que en otros países pueden cursarse en sólo tres años y en centros de atesorado prestigio, difícilmente llegarán nunca a ser competitivas. Y una segunda es que ciertas ingenierías técnicas y determinadas especialidades de la rama sanitaria, que hasta la fecha podían estudiarse en tres cursos y cuyos titulados disfrutaban de buenas salidas profesionales, van a requerir a partir de ahora un año más, con lo que ello va a suponer de perjuicio para los futuros graduados y para las arcas públicas en general.

Por supuesto, nada de esto estaba escrito. Ni siquiera puede decirse que estuviera previsto, pues una cosa era la creación de un espacio común europeo, acordado por el conjunto de los firmantes de la Declaración de Bolonia y por los países que se sumaron con posterioridad al proyecto, y otra muy distinta la forma de llegar a él. Aquí la responsabilidad ha sido estrictamente del Gobierno español. Y de sus ministros, que en este caso han sido ministras. Ya por acción, ya por omisión, todas han convenido en reproducir a escala superior el modelo que tan nefastos resultados ha dado y sigue dando en los niveles primario y secundario de nuestro sistema educativo. Aunque, eso sí, como a nuestros políticos en promesas nadie les gana, siempre puede uno consolarse pensando que en 2015 vamos a estar, en lo que a educación universitaria se refiere, «entre los diez países más avanzados del mundo». Apuntado queda.

ABC, 27 de octubre de 2008.

¿Qué hacemos con Bolonia?

    27 de octubre de 2008
Vaya por delante que nada tengo contra los grandes avances científicos y tecnológicos. Para entendernos: no soy en eso como Gaziel, que en la Barcelona de 1923, al tiempo que quedaba maravillado escuchando por primera vez en directo, gracias a la llamada «telefonía sin hilos» —es decir, a lo que hoy llamamos «radio»—, un concierto que tenía lugar a mil kilómetros de distancia, no dejaba de preguntarse cuántas desgracias iban a acarrearle a la humanidad aquellas ondas mágicas. Y aunque tampoco soy un optimista nato, ni uno de esos papanatas que se extasían ante cualquier novedad, y en particular si viene de fuera, considero que en esto, como en todo, lo importante, al cabo, es el balance. Y, qué quieren, hechas las cuentas, parece indudable que, con tanta ciencia y con tanta tecnología, hemos salido ganando.

Lo cual no impide que algunos de estos grandes inventos hayan procurado a la especie humana más de un inconveniente. Así, por ejemplo, y para seguir con las ondas —si bien en este caso de naturaleza distinta—, la irrupción en nuestras vidas del teléfono móvil. Les ahorro la enumeración del sinfín de ventajas; aquí el balance, como de costumbre, es altamente favorable al invento. Pero, entre los inconvenientes, hay uno al que nadie alude y que debería merecer, a mi juicio, cierta reflexión. Me refiero a la voz, y, muy precisamente, a la voz que uno se ve obligado a oír. Antes, una conversación telefónica era casi siempre un asunto privado. Las cabinas, ¿se acuerdan? La intimidad así lo exigía. Y hasta el decoro, o al menos eso creíamos algunos. Desde que existe el móvil, todo esto terminó. Ahora no hay espacio público en el que uno pueda sentirse a salvo. Ni la calle, ni el autobús, ni el metro, ni la consulta del médico, ni el vestíbulo del hotel, ni siquiera el ascensor, a poco que uno se vea en la necesidad de utilizarlo en compañía. Y lo peor, insisto, no es el pitido o la musiquilla, y su impertinente irrupción. No, lo peor no es el aparato; es el ser humano que lleva asociado.

Porque este hombre o esta mujer hablan. Qué digo hablan; gritan. Y uno no tiene más remedio que renunciar a la lectura del periódico o a lo que lleva en la cabeza y ponerse a escuchar. Sandeces, claro. Sin interés ninguno, como no sea para quien las propala y para el afortunado con el que supuestamente se comunica. Y ya sólo faltaba que, encima, tuvieran las dos manos libres. Porque, además de desplazarse, si la situación lo permite, de acá para allá, ahora este hombre y esta mujer gesticulan. Y se atusan el pelo. Y se hurgan los dientes, la oreja o la nariz. A sus anchas, como si estuvieran en casa. Y todo ello, claro, sin dejar de chillar. Créanme, no hay quien lo aguante.

ABC, 26 de octubre de 2008.

Los gajes de la movilidad

    26 de octubre de 2008
No todo el mundo puede jactarse de tener un presidente tuneado. Los catalanes, sí. Pero, antes de proseguir, tal vez convenga aclarar un par de cosas, no vaya a ser que algún lector se confunda. En primer lugar, el presidente en cuestión no es el de Cataluña, sino el del Parlamento de Cataluña. No es, pues, José Montilla, sino Ernest Benach. Luego, que este presidente sea tuneado no significa en modo alguno que en sus años mozos haya formado parte de una tuna. Cualquiera sabe que un apasionado del escultismo y los «castells» como Benach lo tiene terminantemente prohibido. Nada me extrañaría, incluso, que dicha incompatibilidad figurara en el ADN presidencial. Ahora bien, que un tuneado como él no pueda ser un tuno no impide, por supuesto, que pueda ser un tunante. A cada cual lo suyo.

Pero, a lo que íbamos: un presidente tuneado no es nada de todo lo anterior. Un presidente tuneado es un hombre que se ha quedado corto, que no se conforma ni se conformará jamás, ni por dentro ni por fuera, con lo que Dios le ha dado. ¿Un ambicioso? Sí, pero de una ambición estentórea, invasiva, insolente. Hasta el punto de que su obsesión por la originalidad le lleva reafirmarse a cada instante ante los demás. Y así va construyendo lo que antes llamábamos «la personalidad» y ahora designamos, Benach el primero, con el nombre de «identidad». Sobra decir que el fenómeno se halla ya muy expandido, especialmente entre los jóvenes. ¿Que Benach está lejos de serlo? Tal vez, pero lo importante no es la edad, sino cómo se siente uno. Y el presidente del Parlamento, que ha convertido el tuneo en un estilo de vida, se siente —¿hace falta insistir en ello?— rematadamente joven.

Claro que todo tiene sus límites. Uno no puede ir modificando sus características, internas y externas, a su antojo. Los cambios, los aditivos, los accesorios, deben estar homologados. Y hay cosas que no son de recibo. Anteayer este periódico traía la noticia, firmada por María Jesús Cañizares, de que Benach se ha agenciado una limusina cuyo coste asciende a 110.000 euros. ¿Y saben para qué? Para desplazarse cada día de Reus a Barcelona. Ida y vuelta. Y como el coche le parecía muy anodino, demasiado impersonal, como si dijéramos, ha invertido otros 20.000 euros en dotarlo de algunas prestaciones que habrá juzgado imprescindibles para el trayecto. Se las detallo: escritorio de madera, reposapiés, televisión, conexión a MP3 y Bluetooth. En fin, un despacho sobre ruedas. Y eso que no va más allá de Reus.

No hay duda de que se ha excedido un poco. Y más en esos tiempos de crisis. Pero se engañan quienes suponen que el presidente del Parlamento catalán habría podido obrar de otro modo. Imposible. Les repito que es algo consustancial a la persona. ¿Han reparado en sus camisas y sus corbatas? ¿Y en su barriga? ¿Han observado como no ha parado de hincharse desde que accedió al cargo? No le den más vueltas: es el tuneo.

ABC, 25 de octubre de 2008.

El presidente tuneado

    25 de octubre de 2008
Hay quien se ha alegrado de que el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados no recoja exactamente las palabras pronunciadas por Bibiana Aído el 9 de junio de 2008 en la Comisión de Igualdad, en su primera comparecencia como ministra. Seguro que las recuerdan: «Estoy convencida de que el compromiso con la igualdad de los miembros y miembras de esta Comisión…». Esto fue lo que dijo y lo que tanta polvareda levantó en los días siguientes. Pues bien, en la versión impresa en el Diario de Sesiones, de aquel binomio supuestamente igualitario no queda más que el primer miembro. O sea, los miembros.

Como les contaba al principio, hay quien se ha alegrado de ello. No veo por qué. ¿Porque ha prevalecido el sentido común? ¿Porque se han impuesto la gramática y el diccionario? Tal vez. Pero, en último término, lo que uno espera encontrar en un Diario de Sesiones no es nada de eso, sino lo manifestado por sus señorías en sus intervenciones. De cuanto efectivamente fue dicho en su momento, en la transcripción sólo deberían suprimirse los dejos locales y, a lo sumo, algún que otro recurso confirmativo. Nada más. Toda palabra pronunciada es portadora de sentido. Y no digamos ya si lo pronunciado posee una premeditada carga simbólica.

La primera lección que puede sacarse de este desmembramiento afecta al mañana. Un Diario de Sesiones ejerce una función notarial. En él se guarda lo dicho oficialmente en la Cámara. Y si algo no figura en él es porque el propio interesado solicitó que se retirara —lo que no fue el caso—. No se me escapa que esa función la ejercen también los medios, y que en las hemerotecas hallará, quien así lo desee, las miembras volanderas. Pero se trata, al cabo, de un pobre consuelo, pues no deja de resultar paradójico, y hasta grotesco, que los medios reflejen una realidad que el propio órgano de comunicación del Congreso ha hurtado a sus lectores presentes y futuros.

Y todavía puede sacarse otra lección, más importante si cabe, de este desmembramiento. El binomio al que recurrió la ministra es una muestra modélica de corrección política. Como lo es la existencia misma de su Ministerio —y quién sabe si su propia existencia—. Puestos a denunciar la absurda vacuidad de esta clase de lenguaje, nada mejor que la propia Comisión para hacerlo. Y, por supuesto, nada mejor que la propia sesión del 9 de junio. Si algún miembro de la Comisión hubiera dicho entonces, por ejemplo: «Esto que usted llama, señora ministra, “los miembros y miembras de esta Comisión”…», los responsables del Diario de Sesiones no habrían tenido más remedio que recoger íntegramente sus palabras y, de paso, las de la ministra. Y la política, correcta o no, habría salido ganando.

ABC, 19 de octubre de 2008.

La realidad desmembrada

    19 de octubre de 2008
De todos es sabido que Lluís Companys tuvo una mala muerte. Como la tuvieron, en aquellos años bárbaros, tantos ministros, poetas, diputados, religiosos, catedráticos, sindicalistas, banqueros, peones, militares, jueces, labradores, periodistas, amas de casa y hasta gente de mal vivir. Pero Companys no era nada de todo eso, aunque hubiera sido diputado, periodista y ministro. Companys era presidente de la Generalitat y semejante condición, cuando menos a juzgar por la insistencia con que los gobernantes catalanes reclaman para él un trato especial, parece eximirle de figurar junto al resto de las víctimas. En efecto, en los últimos tiempos, y de forma notoria desde que en Cataluña gobierna la izquierda nacionalista, cada vez que se acerca la fecha de su fusilamiento arrecia el rosario de declaraciones exigiendo la nulidad del proceso que lo llevó a la muerte. Este año, sin ir más lejos, ha sido el propio presidente Montilla quien ha asegurado frente a la tumba de su antecesor: «Arribarem fins al final i ningú ens aturarà». El final, por supuesto, es la anulación del juicio; el resto de la frase, pura cháchara.

La desdichada ley que hemos convenido en llamar «de la Memoria Histórica» terminó cerrando la puerta a una posible revisión de los juicios de la guerra civil y el franquismo, pese a los deseos de unos cuantos y del ubicuo juez Garzón. Fue, sin duda, uno de los pocos gestos de sensatez que tuvieron sus promotores. ¿Se figuran lo que sería ahora este país —¡y sus juzgados!— si hubiera que estar revisando todo aquello? Pero el actual Gobierno de Cataluña, tan experto en incumplir la ley y tan orgulloso de hacerlo impunemente, quiere establecer también en este caso, Companys mediante, un acuerdo bilateral con el Gobierno de España. Como si el Gobierno de España y el Estado al que este Gobierno representa tuvieran algo que ver con aquel juicio y aquella muerte. O como si las leyes por las que se rige hoy en día nuestra justicia tuvieran algo que ver con las vigentes entonces. Pero por intentarlo que no quede.

Lo que no acierto a comprender es cómo a nadie se le ha ocurrido todavía reivindicar un trato parejo al que reivindica nuestra izquierda nacionalista para la memoria del presidente catalán. Podríamos coger, por ejemplo, la figura del socialista Julián Zugazagoitia, quien tuvo una trayectoria muy similar, pues fue periodista, diputado, ministro y acabó sus días ante un pelotón de fusilamiento tras ser entregado por la Gestapo a la policía de Franco. Pero, dado que el valor simbólico no sería el mismo, yo propondría otra figura, la de José Antonio Primo de Rivera, fusilado en Alicante el 20 de noviembre de 1936 tras un juicio que careció, al igual que el del presidente catalán, de toda garantía procesal. No sé qué les parecerá la propuesta a los Saura, Puigcercós y compañía. ¿Cómo? ¿Que el juicio a Primo de Rivera ya fue anulado por el régimen anterior? ¿Y eso qué valor tiene? Nada, nada, aquí o todos moros o todos cristianos.

ABC, 18 de octubre de 2008.

La mala muerte de Lluís Companys

    18 de octubre de 2008
Decididamente, los catalanes tienen la negra. Lo comprobé hace unos días leyendo el periódico. Nada más tropezar con el titular de la noticia, dirigí la mirada hacia el sumario y, en efecto, ahí estaba Cataluña. Encabezando las estadísticas. Y esta vez no se trataba del fracaso escolar. Ni de la red de Cercanías. Ni de la imparable decadencia de Barcelona, otrora ciudad olímpica. No, se trataba de algo mucho más grave y sustancial. Estábamos, estamos, ante la más que probable extinción de la raza. Catalana, por supuesto.

El caso es que el Instituto Marquès, junto a unos sesenta centros de reproducción asistida, ha realizado un estudio sobre la fertilidad de los jóvenes españoles en el que han participado más de 1.200 varones de entre 18 y 30 años. Y el caso es que el estudio ha arrojado unos resultados tremendos. Por un lado, parece que la calidad del semen de nuestros jóvenes deja mucho que desear. Vaya, que, puestos en el trance de concebir, lo tienen crudo, dado que más de la mitad no alcanzan el umbral de normalidad fijado por la OMS. La culpa, según los expertos, es de la contaminación y sus efectos. Pero no de los efectos sobre los propios jóvenes, sino sobre sus madres cuando los estaban gestando. En fin, que a los pobres no les queda más remedio que acarrear su falta de normalidad desde la cuna. ¿Y saben qué Comunidad se lleva la palma? Pues sí, Cataluña. Y, aun cuando no se la lleve en solitario —la Comunidad Valenciana posee unos porcentajes idénticos—, lo hace a una gran distancia de sus perseguidores. Y sobre todo de uno de ellos, la Comunidad de Madrid, ese fantasma omnipresente en los sueños de tantos catalanes, que se halla a ocho puntos.

Supongo que se hacen cargo de lo que todo esto representa. Si esa dificultad en la concepción no se remedia, tarde o temprano podemos quedarnos sin catalanes. Por supuesto, no se me escapa que existen otras formas de procrear, a cuál más sofisticada. Y que incluso tenemos la adopción como recurso. Por no hablar de la inmigración, que lleva ya mucho tiempo engrosando nuestras cifras de población. Hay otros métodos, sí. Pero que nadie se llame a engaño: no estamos ante el mismo fenómeno, ni conceptiva ni conceptualmente. Cataluña ha sufrido ya a lo largo de su historia muchos implantes no deseados y, sin embargo, ha salido adelante. ¿Por qué? Porque en aquel entonces los catalanes seguían engendrando catalanes. Naturalmente. Ahora esto se acaba. Poco a poco, pero se acaba.

¿Qué proyecto de país puede levantarse con semejante perspectiva? ¿Qué derechos históricos pueden aducirse si lo pasado no va a guardar ya relación ninguna con lo presente? ¿Qué balanzas fiscales pueden sacarse a relucir? Dios los coja confesados.

ABC, 12 de octubre de 2008.

El semen catalán

    12 de octubre de 2008
Barcelona ha sido la sede esta semana de un congreso internacional sobre la muy noble e inveterada costumbre de caminar. ¡Albricias!, que diría el tebeo. Por fin alguien se ocupa de los que van a pie, y, encima, en una ciudad donde semejante práctica resulta cada vez más ardua y peligrosa. Ahora ya sólo falta que, además de ocuparse de los que van a pie, se ocupen bien.

En Palma de Mallorca, donde el Ayuntamiento tiene un color político muy parecido al de Barcelona —esto es, donde también gobierna el centro izquierda nacionalista—, no han celebrado congreso alguno, pero no por ello se han olvidado del viandante. Al contrario, yo diría que lo tienen muy presente. Fíjense si lo tienen presente que este verano el Consistorio ha emprendido una campaña singular y que, sin duda, traerá consecuencias. La campaña consiste en la difusión de un texto pintado en la calzada de las calles más concurridas, allí donde empiezan y acaban los pasos de peatones. Por el lugar escogido, da la impresión de que el objetivo es que el peatón lea el texto mientras está esperando a que el semáforo se ponga verde y le permita cruzar. Por supuesto, nadie se ha tomado la molestia de pensar qué hace el peatón que llega al borde de la calzada y, al ver que el semáforo ya está verde, cruza la calle sin detenerse siquiera. ¿Se para en seco a fin de leer el texto? ¿Pasa de largo? Pues ojalá opte por esto último, porque, si no, se arriesga a ser víctima de un atropello. Los tiempos de cruce son muy cortos y, aunque sólo deba leer un par de frases, nada le garantiza que podrá alcanzar sano y salvo la otra orilla.

Lo cual no sólo sería una tragedia, sino también una forma de desmentir la propia información en que está basada la campaña. Y es que el texto en cuestión reza como sigue: «Un de cada tres morts en accident de trànsit anava a peu. Atenció! Tots som vianants!». Dejemos a un lado esa afirmación, tan discutible, de que todos somos viandantes; en Palma, y en Barcelona, y en tantas ciudades del mundo, hay muchos ciudadanos que no han pisado otro suelo que el del piso y el del coche —o que han pisado el de la calle, pero no andando, sino corriendo o rodando—. No, el problema no es este. El problema es que el texto de marras está escrito únicamente en catalán. Y a los castellanohablantes que ignoren la nueva lengua de Montilla que los zurzan. Es decir, que los atropellen. Y a los ingleses, alemanes y demás, tres cuartos de lo mismo.

Como no puedo creer que el nacionalismo sea tan malvado, me veo obligado a suponer que se trata de un error, que espero corrijan pronto. De lo contrario, no les va a quedar más remedio que lanzar una nueva campaña que empiece diciendo: «Dos de cada tres morts en accident de trànsit no entenien el català».

ABC, 11 de octubre de 2008.

El atropello lingüístico

    11 de octubre de 2008
Una conversación con Xavier Pericay, por Ramón González Férriz.

Xavier Pericay (Barcelona, 1956) se ha pasado la mayor parte de su vida trabajando para la lengua catalana: estudió filología catalana –una disciplina tan vinculada a la lengua como a la política–, dio clases de catalán, trabajó en editoriales educativas, llevó la sección de cultura del fracasado periódico en catalán Diari de Barcelona, tradujo al catalán libros de Gide y Stendhal, y por encima de todo escribió junto a Ferran Toutain dos libros clave: Verinosa llengua y El malentès del noucentisme, en los que estudiaban el modelo lingüístico de la tradición literaria catalana y proponían una renovación y una modernización que les convirtió, a ojos del establishment de la lengua, y por lo tanto también de la patria, en dos sediciosos empeñados en desnaturalizar el catalán, y por lo tanto también Cataluña. Desde entonces, Pericay no ha dejado de denunciar las injusticias de las leyes lingüísticas vigentes en Cataluña, que en la práctica han acabado impidiendo la enseñanza y la relación con la administración autonómica en castellano, y en 2005 participó en la redacción del manifiesto "Por un nuevo partido político en Cataluña", con el que se pretendía no ya denunciar el nacionalismo, sino el práctico monopolio que éste tenía en la vida política –y lingüística– catalana. Y ha encarnado quizá como nadie aquello que el nacionalismo ha decidido que no existe o no debería existir: alguien profundamente implicado en el estudio y la mejora del catalán pero abiertamente contrario a conferirle una ideología monolítica y excluyente.

—¿Cómo cree que se resolvió el asunto de las lenguas en la Constitución y los primeros estatutos?
—La Constitución es deliberadamente ambigua en el asunto de las lenguas. Y esa ambigüedad es la que provocó las cosas que después se hicieron mal en los estatutos. Basta con comparar la Constitución de 1978 con la de 1931: ésta, probablemente por reacción al Estatuto de Cataluña, cuyo anteproyecto ya se había presentado, era una Constitución absolutamente blindada. En materias lingüísticas y educativas, era clarísima: no podía aprobarse ninguna ley en todo el territorio español que impidiera el uso del castellano en la administración pública. Las otras lenguas, dice, se desarrollarán mediante leyes especiales, pero ninguna de estas leyes podrá ir en contra del uso del castellano en todo el territorio nacional. No se refiere, naturalmente, al uso social, sino al de la administración. Por lo que respecta a la enseñanza, la República no cedió todas las competencias y mantuvo su red de escuelas, lo cual creaba una doble red, es cierto, pero garantizaba la enseñanza en castellano y mantenía la homogeneidad en materia educativa. En el caso de 1978, ante el hecho de que el franquismo había convertido el castellano en la lengua del imperio y prohibido el uso público del catalán, el vasco y el gallego, se produjo un sentimiento de reparación, tanto en la izquierda como en la derecha. Y es cierto que, después de la dictadura, eran absolutamente lógicas y hasta necesarias políticas de fomento y también de enseñanza. Había muchos hablantes que a causa de la guerra y de la dictadura habían visto sus derechos completamente vulnerados.

—Sin embargo, sucedió que gracias a esa ambigüedad constitucional, se crearon rangos distintos para las distintas lenguas. Es el caso del catalán, considerado “lengua propia” de Cataluña en el estatuto mientras el castellano queda como mera lengua oficial en el “Estado español”.
—He documentado el primer uso en un texto jurídico de la fórmula “lengua propia” en el Estatuto Interior catalán de 1933, que era una especie de ley de desarrollo interno del Estatuto que debía llevar a cabo la Generalitat, y que acabó siendo una reacción a la Constitución de 1931. Ahí se dice que el catalán es la lengua propia de Cataluña en términos de Herder: la lengua, el espíritu… En ese momento, los nacionalistas catalanes estaban enormemente dolidos por no disponer de todas las competencias educativas. Cuando estalla la guerra, la Generalitat pasa a ser propietaria de toda la red escolar, tanto la propia como la estatal, y modifica la ley y establece una que hoy en día todos aceptaríamos: todo el mundo tiene derecho a cursar la enseñanza primaria, que en esa época llegaba a los diez años, en su lengua materna. Y en secundaria se estudiará además la otra lengua. Hoy nadie discutiría una ley así, es una de las grandes paradojas de la historia de la normalización lingüística. Nunca se impuso el monolingüismo de ahora, que en el fondo es lo que se pretende bajo la idea de preservar la “lengua propia”. Fue un error de los partidos mayoritarios aceptar esa fórmula, que da a entender que las lenguas no son de quienes las hablan, sino de un territorio, y que poseen determinados derechos. Eso acaba provocando que quienes hablan la “lengua propia” sean ciudadanos de primera y, los demás, de segunda.


—Las leyes lingüísticas, las educativas, la cantidad de dinero gastada en preservar esas “lenguas propias” ¿No cree que, en el fondo, han sido un fracaso? Quiero decir, ¿no han convertido esas lenguas en algo burocrático, oficial, obligatorio, y por lo tanto antipático para mucha gente?
—Por lo que respecta al habla de la lengua, el fracaso es seguro. Todas las políticas lingüísticas mantienen artificialmente con vida a un muerto. Ése es el caso, especialmente, del vasco, no del catalán. Y ello por una razón que la mayoría de los lingüistas catalanes consideran un gran drama: el catalán y el castellano son inmensamente parecidos. Y la permeabilidad de una lengua con otra es lo que ha permitido la generalización en el sistema de enseñanza de una sola lengua y permite que el catalán tenga un número de hablantes considerable. No es el caso del vasco. Pero volviendo al fracaso de las políticas lingüísticas, a mí me parece que en realidad no es tal, porque hay que partir de algo: el nacionalismo no se mueve en función de la lengua, sino en función del poder. La lengua es una forma que el nacionalismo tiene de relacionarse con el poder, pero no es lo que le mueve. Hay muchos ejemplos de ello, pero el caso más elocuente tiene por protagonista a Jordi Pujol. Hubo un momento, durante las mayorías absolutas de los socialistas, en que Pujol estaba muy descontento con la línea editorial de La Vanguardia, que le parecía una especie de contrapoder en Cataluña. Así que le pidió a Lluís Prenafeta que buscara la forma de crear un periódico que le hiciera la competencia a La Vanguardia. Y lo logró, el empresariado puso el dinero. Se fundó El Observador, ¡en castellano! Esa es la demostración: no les importa la lengua. Les importa el poder. La primera les interesa sólo en tanto que sistema para mantener el poder.

—Lo que sorprende más es hasta qué punto la izquierda catalana asumió todas las ideas lingüísticas del nacionalismo: que el catalán era la lengua que cohesionaba la sociedad, que no había relación entre lengua y clase, que la administración catalana debía ser monolingüe.
—Si revisas el historial de la izquierda en Cataluña, te das cuenta de que el componente de izquierda siempre ha estado supeditado al catalanismo. El primer objetivo del PSUC, por ejemplo, fue poner freno a todo intento, digamos, obrerista españolista. Pero te pondré un ejemplo del mundo cultural: en 1977, la revista Taula de Calvi, cercana al PSUC –y en cuyo Consejo de Redacción había gente como Josep Ramoneda, Jordi Solé Tura o Manuel Vázquez Montalbán– llevó a cabo una encuesta entre intelectuales titulada “Escribir en castellano en Cataluña”. En referencia a los escritores catalanes en lengua castellana, preguntaba a los encuestados: “¿Hay que considerarles un fenómeno coyuntural a liquidar a medida que Cataluña cuente con sus propios órganos de gestión política y cultural?” ¡Un fenómeno a liquidar! ¡Planteado por intelectuales de la izquierda catalana! Y lo peor es que algunos responden que sí, que efectivamente los escritores catalanes en lengua española eran un fenómeno a liquidar: Salvador Espriu, Joaquim Molas, Manuel de Pedrolo.

—Para el nacionalismo catalán, y tal vez en menor medida también para el vasco y el gallego, la identificación entre lengua, cultura y nación es absoluta. Pero ¿ha habido al menos proyectos culturales reales o han sido una mera herramienta de poder?
—El Noucentisme de Prat de la Riba fue un movimiento cultural inequívoco. En esos tiempos, el nacionalismo tenía proyectos de alta cultura. En los años veinte y treinta hablamos de gente como Josep Carner, Carles Riba, la colección de traducciones de obras clásicas Bernat Metge, la red de bibliotecas de la Generalitat. Ahora bien, llega un momento en el que todo ese proyecto cultural se viene abajo: se trata del 6 de octubre de 1934, día en que Lluís Companys, presidente de la Generalitat, proclama el Estado catalán. A partir de ahí, la cultura está sometida a la política.

—Ésa es la experiencia de mucha gente que, como usted mismo, ha desarrollado su escritura en catalán, ha creído importante que el catalán sea una lengua potente, pero que por no ser nacionalista se ha visto desplazada de la cultura oficial y de la universidad.
—Hay una frontera importante en eso: los que son no nacionalistas y los que son antinacionalistas. Sin duda existe porque yo he sido las dos cosas y he notado mucho que he cruzado la frontera en mis relaciones personales, en lo que se ha escrito sobre mí, etcétera. Cuando yo era no nacionalista pero sí al menos catalanista, en los años ochenta, intenté cambiar las cosas desde dentro, porque creía que lo de la lengua no tenía que ser algo marcado ideológicamente: estudié filología catalana, trabajé en la educación, en la edición de libros de texto, escribí sobre el modelo catalán. El catalán era algo que había que defender. Pero si repasas la trayectoria de estos últimos años, cómo la historia oficial nos ha tratado a gente como a Ferran Toutain o a mí, te das cuenta de que no hay nada que hacer. Si alguien tan obediente como yo, que creé el Grup d’Estudis Catalans, que trabajé por la lengua, que hice todo aquello por lo que se te suele reconocer, lo único que conseguí fue estar vetado en las facultades de filología catalana, es que no hay nada que hacer.

—Todo ello se debe, seguramente, a lo que usted decía, que no basta con utilizar la lengua o preocuparse por ella, sino que hay que ser nacionalista para ser aceptado. Lo cual sin duda distorsiona el panorama cultural en lengua catalana.
—Cuando se murió Franco, cabía esperar que se pasara de una cultura de resistencia a otra propia de la existencia de las nuevas instituciones, pero no fue así. Nada cambió en la cultura catalana. Lo lógico habría sido volver a los hábitos culturales de principios de siglo. Pero la cultura siguió instalada en el antifranquismo. Y por lo tanto se ensalzó a todos aquellos escritores o cantantes que ponían su creación al servicio de la patria, lo cual siempre conduce a la mediocridad. Y es que, una vez recuperados los derechos lingüísticos, una vez existen instituciones públicas que utilizan una lengua distinta del castellano –aunque debieran utilizar también el castellano–, una vez la enseñanza es en catalán... A partir de esto, ¿qué más pretenden? En realidad, toda política nacionalista es una política totalitaria: es una política que parte de la necesidad de imponer a los ciudadanos una nueva situación de orden lingüístico, o de cualquier orden, basándose en unos supuestos derechos históricos.

—La pregunta es qué pueden hacer estas reclamaciones constantes y estos supuestos derechos en el mundo actual, donde las lenguas son también mercancías que compiten en el mercado, en el que en muchos casos uno opta más por lo que le conviene y le puede beneficiar que por aquello suyo, por su “identidad”.
—Por supuesto. Cuando entramos en el terreno del juego libre, todo eso se viene abajo. El ejemplo más evidente es el de la prensa: puedes subvencionar un periódico, pero luego habrá que ver si se vende o no. El caso del Avui es revelador: no sólo ha dispuesto de mucho dinero público en forma de subvenciones, sino que ahora un 20 por ciento de él es propiedad de la Generalitat. ¡Una institución pública con un periódico! Pero después hay que ver quién lo lee [Avui tiene una difusión media de 28.000 ejemplares]. Es un asunto que viene de lejos. En la época de la República, La Publicitat, que era un periódico de Acció Catalana, tiraba 30.000 ejemplares, y La Veu de Catalunya, 10.000, frente a los 200.000 de La Vanguardia, por ejemplo. La prensa en catalán siempre ha sido un desastre.

—Ahora bien, hablando de la lengua y el mercado, en la relación de la política lingüística y el mundo empresarial, el nacionalismo ahí siempre ha jugado a tensar la cuerda y cuando ve que está a punto de romperse, la suelta. Porque claro, pueden gastarse montones de millones en políticas de fomento, y cuando se entrometen brutalmente con la actividad económica, como con esta ley de rotulación de los comercios –es todo un misterio, por cierto, que leyes como ésta pasen por el filtro del Tribunal Constitucional– el empresario no tiene más remedio que transigir por puro pragmatismo. Pero lo cierto es que hasta el nacionalismo tiene unos límites, y esos límites los impone la realidad. Otra cosa es que la gente esté dispuesta a enfrentarse a lo que representa, desde el punto de vista de la conculcación de los derechos de cualquier ciudadano, un régimen nacionalista.

–El “Manifiesto por la lengua común” y la creación de nuevos partidos políticos es la última expresión de este enfrentamiento al orden nacionalista.
—Los derechos lingüísticos de los ciudadanos, cifrados en el derecho a la educación en castellano en todo el país y el derecho de los ciudadanos a que la administración se dirija a ellos en castellano, han sido conculcados. Hay que decidir si renunciamos a ellos o no. El Manifiesto fue una buena iniciativa, hay que seguir moviéndolo. Ahora bien, la solución sólo puede proceder de un acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales. Sin embargo, por la propia naturaleza de la organización del Estado, ninguno de los dos puede mostrarse abiertamente antinacionalista porque sabe que más pronto o más tarde, tendrá que pactar con los nacionalistas.

Letras Libres, octubre de 2008.

Lengua y poder

    8 de octubre de 2008