«Como base de las grandes reformas, defendemos la aprobación de un Pacto Nacional por la Educación que mire a una generación —no a una legislatura o a un gobierno—, y que garantice un sistema educativo de calidad para todos. Por encima de cualquier otra consideración, la educación se dedicará a formar buenas personas, buenos ciudadanos y buenos profesionales.»
Y no se me atraganta porque no sea consciente de la importancia que la educación —o sea, la enseñanza, o sea, la instrucción— tiene en el futuro de cualquier país. Ni porque ignore, claro, dónde estamos en este terreno y adónde deberíamos, como mínimo, llegar. No; todo eso lo tengo muy presente. Pero, aun así, me preocupan dos cosas del párrafo citado. Primero, ese buenismo que se desprende de la tríada «buenas personas, buenos ciudadanos y buenos profesionales». Entiendo que la calidad requiera de un plus adjetivado, pero yo me conformaría con que la educación formara personas, ciudadanos y profesionales, no vaya a suceder que al final todo sea bondad desparramada y poco más. Y lo que no acabo de ver en absoluto es que ese «Pacto Nacional por la Educación que mire a una generación» sea factible. Ojalá lo fuera. Y ojalá durara una generación, al margen de cambios de gobierno y de partido. Pero en el campo de la enseñanza no se han inventado más que dos modelos, profundamente antitéticos: uno liberal y otro igualitarista, uno tradicional y otro renovador, uno que pone el acento en el mérito, el esfuerzo y la transmisión del conocimiento y prima la libertad individual, y otro que antepone la integración en un colectivo y la equidad a cualquier otra consideración pedagógica. ¿Se puede alcanzar un pacto en semejantes condiciones? Sí, siempre que todas las partes afectadas convengan en cuál va a ser el modelo de referencia sobre el que se sustente el tan anhelado acuerdo. Lo que, tal y como está hoy en día el mundo de la educación en España, parece más una quimera que otra cosa.