El yacimiento tiene un interés indiscutible. Y hasta una cierta belleza. Para entendernos: como la neocueva de Altamira, pero con la ventaja de que aquí las piedras son de verdad y encima uno no debe andar todo el rato torciendo el cuello para contemplar las pinturas del techo. Lástima que lo contenido en los paneles con que el visitante puede orientarse a medida que va circunvalando los restos de la vieja ciudad bombardeada sea, por lo general, tan poco científico. Comprendo las necesidades de la propaganda –uno, con los años, se hace cargo de todo–. Pero lo que no es de recibo es simplificar las cosas hasta el extremo de presentar la Barcelona de comienzos del XVIII como una suerte de Arcadia, de comuna armoniosa que unos villanos –castellanos, para más señas– redujeron a escombros. En palabras del propio BCC: «La Barcelona de 1700 era una ciudad llena de jardines y huertos, con norias, fuentes, árboles frutales y gran diversidad de flores provenientes de distintas partes del mundo», con una «sociedad conectada con medio mundo gracias a una fuerte actividad comercial, bien alimentada y apasionada por los dulces», pero «los derribos ordenados por Felipe V» convirtieron esa comuna llena de amor y felicidad en una «ciudad mutilada»; «esta es la trágica lección». O sea, tomen nota y aplíquenselo, queridos visitantes y compatriotas todos –o casi todos–, no vayan a tropezar dos veces con la misma piedra, monumental o no.
Por supuesto, después de la experiencia desistí de comprar la entrada. ¿Para qué, si las exposiciones programadas iban a ser más de lo mismo? Eso sí, me acerqué al bar restaurante del recinto a ver qué ofrecían. Algo había leído ya sobre los nombres de los platos y los comentarios del reverso de la carta. No sé si hay que atribuirlos a la inventiva del comisario Torra o si el autor intelectual –perdonen ustedes el adjetivo– es otro, pero no cabe duda de que se trata de una muestra bastante zafia de agitprop. Lo cual no rebaja para nada la calidad de los manjares, por más que los vuelva, para un estómago letrado y no especialmente patriota, un punto indigestos¬. En todo caso, me lo tenía merecido. ¿Quién me mandaba meterme allí?
Para terminar, y con el firme propósito de no dejar ningún cabo suelto, me pareció obligado ir al servicio. No sólo por necesidades fisiológicas; también periodísticas. Si el bar restaurante se recreaba en la historia y de qué modo, ¿qué no podía esperarse del retrete? Pues no. O, al menos, no el de caballeros. Y hasta diría que ese fue el único espacio de todo el recinto en que descubrí una novedad, un signo de los tiempos, una aportación al conocimiento y al progreso de la humanidad. Los urinarios, allí donde los varones realizan sus necesidades menores de pie, estaban compartimentados. Quiero decir que cada uno estaba separado del vecino, a derecha e izquierda, mediante un tabique. Como debería ser. Eso sí, junto al urinario no había papel higiénico. Pero todo se andará. Y no descarto, visto lo visto, que ese papel lleve impreso el odiado rostro de Felipe V.
(Crónica Global, 7 de octubre de 2013)