La primera vez que vi a Carme Chaparro en una pantalla de televisión, trabajaba, creo, como corresponsal de Telecinco en Cataluña. Y, acaso porque aparecía —o yo la veía, al menos— en un informativo presentado entonces por Àngels Barceló, tuve siempre la impresión de que estábamos ante una suerte de Barceló bis. La misma voz melosa, la misma mirada envolvente, el mismo coqueteo con la cámara. Y, encima, catalana —aunque nacida en Salamanca—. (Ya ha demostrado Ferran Toutain hasta qué punto los humanos tendemos al mimetismo, especialmente hacia aquellos por los que sentimos una forma cualquiera de admiración o devoción.) Luego Barceló y Chaparro han ido siguiendo cada cual su camino. Pero, aun así, el molde inicial no ha desaparecido. Y ese molde incluye una visión de la realidad —largamente trabajada por el nacionalismo con la complicidad de buena parte de la izquierda— en la que Cataluña y España son sujetos políticos independientes. Y en disputa permanente, sobra añadirlo. Como una pareja que no se entiende y que lo mejor que puede hacer es dejarlo. Si bien se mira, es esta la gran victoria del nacionalismo: haber creado un marco de percepción engañoso en el que todo debate resulta forzosamente fraudulento.