La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el recurso presentado por 50 senadores del PSOE contra varias disposiciones de la Ley de Función Pública de Baleares aprobada el año pasado por el gobierno del popular José Ramón Bauzá plantea eso que los analistas políticos llaman «un escenario lleno de encrucijadas». Al avalar que el conocimiento del catalán sea un mérito y no un requisito, el TC refuerza la igualdad entre los ciudadanos que tengan la condición de funcionario —y son algunos millones en España— en la medida en que su movilidad por todo el territorio nacional no va a verse limitada, en adelante, por la exigencia del conocimiento de una lengua que no sea la oficial del Estado. (Como recuerda la sentencia, quedan exentos de la aplicación de la ley quienes ocupen puestos en la función pública docente, quienes realicen trabajos de asesoramiento lingüístico y quienes tengan como función principal la información y la atención al público.) En otras palabras: si se da el caso que, en una Comunidad Autónoma con más de una lengua oficial, un funcionario o un aspirante a serlo es rechazado en un concurso de traslado o en una oposición por desconocer la lengua cuya oficialidad es privativa de aquella Comunidad, este funcionario o cuasifuncionario podrá acudir a los tribunales e impugnar el mencionado concurso. Pensemos en Cataluña, por ejemplo. ¿Qué ocurrirá cuando uno de estos ciudadanos reclame sus derechos, los tribunales le den la razón y, aun así, el Gobierno de la Generalitat se niegue a aplicar las sentencias? Pues probablemente lo mismo que está ocurriendo ahora con todas esas otras sentencias que obligan a la Administración catalana a garantizar la enseñanza en castellano de los alumnos o, si lo prefieren, la condición del castellano como lengua vehicular. Con lo que la brecha entre el ordenamiento jurídico y su aplicación en todo aquello que compete a la Generalitat se irá ensanchándose más y más. ¿Cataluña, tierra sin ley? Pues parece que, en efecto, en esas estamos.