Hay palabras gastadas, palabras que han perdido su imprescindible neutralidad. Quiero decir que uno no puede ya usarlas sin que remitan, al punto, a un determinado contexto. Por supuesto, de la existencia de ese contexto puede ser consciente el hablante; en tal caso, nada hay que objetar al uso que vaya a hacer de ellas. Pero también puede ocurrir que las utilice sin caer en la cuenta de que el término acarrea un significado indeseado. Sucedió hace más de una década con «diálogo». A partir de la manifestación de repulsa por el asesinato en Barcelona de Ernest Lluch a manos de ETA, la palabra, lanzada desde la tribuna por la periodista Gemma Nierga, como un imperativo, a los presidentes de los Gobiernos de España y del País Vasco, pasó a significar, más que simple diálogo, «negociación». Y no tanto entre dichos gobiernos como entre el primero de ellos y la banda terrorista. De ahí la dificultad para muchos de seguir usándola en su sentido recto. Algo parecido está ocurriendo hoy en día con la palabra «proceso». Contaminada desde los tiempos del «proceso de paz» emprendido por José Luis Rodríguez Zapatero, en la medida en que ocultaba una negociación política, fue empleada profusamente por aquel «hombre de paz» llamado Otegi, ya acompañada del adjetivo «democrático», ya sin adjetivo ninguno, a pelo. Cuando el líder de Batasuna aludía al «proceso», todos le entendían. Y desde el bendito 11 de septiembre de 2012, la palabra se ha instalado en Cataluña. Primero fue «el proceso soberanista» o «el proceso a la independencia», pero pronto los complementos se desgajaron y quedó tan sólo «el proceso». Al fin y al cabo, a Otegi y a la monja Forcades —que preside un movimiento denominado, cómo no, «Procés Constituent»— les separa ya poco más que un velo. Sin embargo, cuando quien usa el vocablo es la máxima representante en Cataluña del partido gobernante en España, la cosa adquiere tintes más preocupantes. Es verdad que Alicia Sánchez-Camacho lo usa para referirse a lo que la propia secretaria general del partido, María Dolores de Cospedal, ha calificado de «proceso de análisis» del modelo de financiación autonómica. Pero, al contraponerlo al «proceso independentista», Sánchez-Camacho no hace sino contribuir a la propagación del término, con todo lo que conlleva de volubilidad, inestabilidad y, en definitiva, inseguridad. No es extraño que ya haya quien se pregunte si esta mujer, en el fondo, no es nacionalista.