En eso de la cultura —cuando menos en la europea— ha habido siempre una tendencia al conservacionismo a ultranza. Cada vez que un cine, un teatro, una librería o una sala de concierto echan el cierre, y al margen de cuál sea el motivo que les ha llevado a ello, la sociedad cultural se moviliza, poco o mucho, para soltar una de sus clásicas jeremiadas. A nadie se le ocurre pensar que acaso hay demasiada oferta para tan poca demanda. O demasiada reiteración en la oferta. O un nivel demasiado bajo —o, lo que es peor, demasiado alto— en relación con lo que el público pide. No, el problema no está nunca en la oferta. Y, aunque así fuese, tampoco constituiría para esos plañideros argumento bastante para cerrar el negocio. En realidad, los conservacionistas culturales se comportan exactamente igual que los lingüísticos. Todo producto cultural es para ellos sagrado y digno de ser protegido, cueste lo que cueste.

Así las cosas, la noticia que trae hoy Xavier Ayén sobre el movimiento de altas y bajas en las librerías barcelonesas demuestra que el mercado —incluso el de productos culturales— es muy sabio. Aunque algunos cierres obedezcan, según parece, al aumento del alquiler del local, las respuestas dadas por los mismos libreros o por algunos de sus empleados ponen de manifiesto que todo tiene solución, a poco que uno la busque. O sea, a poco que uno sepa adaptarse a los nuevos tiempos. ¡Si hasta la librería Ona, esa reliquia de la resistencia antifranquista y estandarte del libro en catalán, volverá a abrir sus puertas! Eso sí, no en la amplia y límpida Gran Vía, sino en esa pringosa isla flotante del independentismo y los grupos antisistema —territorio CUP, para entendernos— que es el barrio de Gracia. Donde debe ser, vaya.

Darwinismo cultural

    29 de octubre de 2013