Era de esperar. La concentración del pasado 12 de octubre en la barcelonesa plaza de Cataluña se ha saldado, en cuanto a asistencia, con un baile de cifras imposible de cuadrar. En todo caso, había mucha más gente que el año anterior, de eso no hay duda, y muchísima menos también de la que los convocantes, simpatizantes y afectos hubieran deseado poder contar. Y, aun así, la imaginación de los organizadores voló hasta los 160.000. ¡Qué se le va a hacer! También la del Gobierno de la Generalitat, organizador en la sombra de la cadena humana del último 11 de septiembre, se fue entonces hasta los 1,6 millones. Y, claro, de ello se han seguido las inevitables comparaciones. Que si la proporción es de 1 a 10, que si por cada constitucionalista hay en Cataluña diez independentistas, etc. Y, total, ¿para qué? En Baleares salieron a la calle hace quince días 80.000 personas para exigir la retirada del TIL, el decreto de tratamiento integral de lenguas que el Gobierno del popular Bauzá pretende implantar en la enseñaza insular. Anteayer se concentraron en la plaza Mayor de Palma unas 1.500 personas en defensa de su aplicación. O sea, ni siquiera alcanzaron una proporción de 2 a 100. Y, a pesar de ello, en estos momentos los huelguistas han depuesto su actitud, el TIL, mal que bien, se está aplicando –gracias, en buena medida, a la eficacia de la inspección educativa– y, lo que es más importante, el colectivo de maestros y profesores del archipiélago, lejos de crecer en la apreciación ciudadana, ha acumulado un descrédito con su boicot a las aulas que no anda ya muy lejos del cosechado tiempo atrás por los controladores aéreos. ¿Para qué ha servido, pues, la movilización? En el mejor de los casos, para nada. Por más que la toma de la calle diera a entender lo contrario, los partidarios de la aplicación de la ley –en esta ocasión, educativa– son con toda seguridad muchos más. Ha bastado con que el Gobierno no cediera, para que la legalidad terminara imponiéndose. Y no creo que la situación catalana, donde lo que se dirime, en el fondo, es algo parecido aunque de trascendencia infinitamente mayor –lo que se pone en cuestión no es ya un simple decreto de trilingüismo, sino el mismísimo orden constitucional–, deba tener un tratamiento distinto. La calle es suya, de acuerdo. Pero mientras el Gobierno —el español, por supuesto– aguante y no ceda, mientras la ley siga siendo la ley, el triunfo acabará siendo nuestro.