Hay concentrado en estas imágenes tomadas ayer en el Palacio de Pedralbes de Barcelona lo que ha sido, a lo largo de más de tres décadas, la relación entre el Gobierno de España y el de la Generalitat. Observen al presidente de Cataluña. Esa mueca de hombre estreñido. Esa incomodidad permanente. Esos modales imperiosos, groseros incluso, para con la prensa —para más inri, casi toda amiga—, que tanto recuerdan a los de su maestro y mentor. Y, en contraste con todo ello, la cara más bien risueña, relajada, del presidente español y no digamos ya la del ministro de Exteriores. Siempre ha sido así. Fuese cual fuese el inquilino de la Moncloa y fuese cual fuese el de la Generalitat. Hasta Maragall adoptaba un poco ese posado, tan alejado del que tenía cuando aún era alcalde olímpico. Sólo Tarradellas —aquel hombre capaz de salir de un encuentro con Suárez en el que todo había ido mal y declarar ante los medios de comunicación que todo había ido bien— rompió la norma. Pero la figura de Tarradellas resulta inconcebible en la Cataluña de hoy. Esa altura de miras. Esa conciencia de los errores del pasado. Esa apuesta por el pacto, por el compromiso, por una nueva España en la que encontraba feliz acomodo una nueva Cataluña. El pujolismo arrasó con todo. Tensó la cuerda, agrió las relaciones, nos llevó al páramo actual. Y luego todavía hay quien sostiene —como esos terceristas de vía estrecha acaudillados por Duran Lleida— que hay que encajar Cataluña en España. ¿Encajarla? Una buena purga es lo que necesita.