Tal vez por ello la trascendencia de la prueba de Selectividad es mucho menor que la de estas otras pruebas en las que uno se juega el ser o no ser bachiller. Y tal vez por ello también nuestras autoridades educativas no han considerado aún necesario implantar un sistema antifraude como el que existe en Francia, donde el Bac, o sea, el examen con que se valida el Bachillerato, es una verdadera institución —baste decir que la prueba fue creada en tiempos de Napoleón Bonaparte y apenas ha sido modificada desde entonces—. ¿En qué consiste el sistema? Pues, más allá de los rastreos practicados en la red, donde los temas de examen circulan a toda velocidad, en la detección electrónica de los teléfonos móviles de los educandos que permanecen encendidos a pesar de la orden dada de que deben apagarse y guardarse en las carteras o entregarse a los vigilantes. Pero esa detección plantea asimismo unos cuantos problemas. Al parecer, los chismes con que los vigilantes se pasean entre las filas para cazar al tramposo son del tamaño de un walkie-talkie y emiten un sonido enormemente molesto. Y luego, claro, en el supuesto de que se activen al paso del controller, hay que detectar todavía al infractor entre cuantos se encuentran allí cerca. Y, en fin, si ante el requerimiento de mostrar el móvil ninguno de ellos se da por aludido, no queda más remedio que pasar al cacheo, lo que no parece, la verdad, muy acorde con la circunstancia.
Total, que es muy probable que el invento sea desechado. Tanto más cuanto que las encuestas realizadas al respecto indican que el nivel de fraude no ha variado demasiado desde la generalización de los teléfonos móviles. Por más que la tecnología facilite las cosas, lo primero sigue siendo querer o no querer hacer trampas. Como cuando no había más que chuletas.