Lo que no quita que tanto la Administración Pública como las fuerzas políticas responsables deban luchar —o seguir luchando, si ya están en ello— contra esa instrumentalización y ese adoctrinamiento, allí donde se den. Tres largas décadas de impunidad en las aulas son más que suficientes.
Leo que Jordi Cañas, portavoz de Ciutadans en el Parlamento de Cataluña, presentó ayer en la Cámara una propuesta de resolución para que se retire de las fachadas de los centros docentes catalanes «cualquier tipo de bandera política, y especialmente una bandera estelada». Por supuesto, lo más probable es que la propuesta no prospere. Pero, aun así, hay que felicitarse por su existencia. Que quede constancia en sede parlamentaria de la queja formal por lo que el propio Cañas ha calificado de «instrumentalización de la educación a favor del adoctrinamiento ideológico y de la reeducación identitaria» es importante. Máxime cuando no se trata de algo específico de Cataluña, sino de una constante en cuantas Comunidades Autónomas españolas disponen de más de una lengua oficial. La enseñanza pública se ha convertido, con el beneplácito de la gran mayoría de las fuerzas políticas, en un reducto aguerrido de nacionalistas e izquierdistas. Es decir, de subvertidores del orden establecido, a los que los dos grandes partidos nacionales, ya por simpatía en un caso, ya por miedo en el otro, dejan hacer. En Baleares, por ejemplo, cuando el actual Gobierno popular empezó a aplicar el programa electoral con el que había ganado por mayoría absoluta las elecciones autonómicas y que incluía una revisión del estatus de la lengua catalana en la función pública y la implantación de una educación trilingüe, los centros docentes empezaron a movilizarse en contra de las medidas. Desde la universidad hasta las guarderías. Desde la dirección hasta el último de los alumnos. En vez de esteladas, colgaron lazos con la señera, lo que, tratándose de Baleares, constituía una afrenta parecida. Y convirtieron cada escuela, cada instituto, cada facultad, en un polvorín ideológico. Por supuesto, ni todos los profesores ni todos los alumnos participaban de semejante espíritu reivindicativo. Pero nadie o casi nadie alzaba la voz para denunciar los hechos. La cosa ha durado meses. Y en septiembre, vuelta a empezar.
Lo que no quita que tanto la Administración Pública como las fuerzas políticas responsables deban luchar —o seguir luchando, si ya están en ello— contra esa instrumentalización y ese adoctrinamiento, allí donde se den. Tres largas décadas de impunidad en las aulas son más que suficientes.
Lo que no quita que tanto la Administración Pública como las fuerzas políticas responsables deban luchar —o seguir luchando, si ya están en ello— contra esa instrumentalización y ese adoctrinamiento, allí donde se den. Tres largas décadas de impunidad en las aulas son más que suficientes.